A mi prima y a mi madre, un ejemplo de vida.
A mi padre, quien supo como nadie sentir para vivir.
"Es malo sufrir pero es bueno haber sufrido"
Creía que aquellos días serían eternos, que pasaban uno tras otro sin más cambio que la oscuridad de la noche tras la luz de la mañana. Como las olas, que una tras otra se rompen en la orilla de un mismo mar. No supe adivinar que toda la playa era demasiado grande para atraparla en mi reloj de arena, y se escapaba de entre mis dedos infantiles como la lejana línea del horizonte de mis párvulas pupilas.
Entonces sólo conocía canciones alegres y los fantasmas desaparecían cuando metía la cabeza debajo de las sábanas, allí donde los niños siempre están a salvo de los monstruos que acechan detrás de las puertas cerradas. Mi techo era un trocito de cielo transparente con miles de ventanas doradas por el sol, corría detrás de las estrellas de cinco puntas y cogía la fruta directamente de los árboles. Sentía cómo el viento frío del invierno me cortaba los labios, y cómo el sol del verano se colaba por entre las hojas de los árboles rompiendo las sombras para cicatrizar las heridas de mis rodillas. Y de mi alma.
Tengo tan presentes aquellos momentos que a veces me descubro soñando despierta con aquel trocito de cielo, y en los días en que llevo la nostalgia agarrada a las costillas me parece notar en la yema de los dedos la caricia de una punta de estrella en el bolsillo derecho de mi chaqueta.
Pasó el tiempo y me dejé llevar por ese viento invisible que nos arrastra a todos a cruzar la frontera hacia un territorio en el que siempre hay hogueras encendidas en las que quemar el deseo, mariposas revoloteando en la boca del estómago y miradas de soslayo que acaban atrapadas en el cristalino de otros ojos. Son los años adolescentes, en los que no existe el invierno si estás enamorada, ni el futuro, y el presente es el único sitio al que quieres llegar.
Sentí el amor irracional, ése que todo lo puede, ése que mide las distancias no en kilómetros sino en ganas, que te hace reír y llorar con la misma intensidad, el que te eriza la piel y te arruga el alma, ése que te deja el corazón en pause con sólo una mirada, ése que no se deja atrapar con cadenas ni candados, el que te lleva al borde de los acantilados a despeñar cualquier atisbo de razón que te ponga los pies sobre la tierra.
Y también sentí el desamor, me arrebataron el mundo que me regalaron y me clavaron en el corazón una nota de despedida escrita con tinta indeleble para recordarme todas las madrugadas que aún laten mis heridas aunque ya hayan dejado de supurar. Y comprendí que no sirven de nada las huídas para calmar el dolor que estalla por dentro alfombrándolo todo de recuerdos astillados.
Y así, entre amores y desamores tempranos se fueron deshojando los almanaques de mis días hasta que conseguí atisbar el camino que me llevaría a abrazar el amor sereno, el que avanza con los pasos decididos de la calma, la razón y la lógica. El que nunca hiere y cura aunque no se lo proponga. El que va más allá de los besos y la piel, el que nunca atiza las llamas lo suficiente para acabar con todo hecho cenizas. Con él me descubro sincronizando no sólo el aliento antes del último resuello, sino también los pasos a medida y las horas a destiempo. Me desdibuja el contorno de los problemas y me hace sentir que nada es tan difícil como parece. Me roba las pesadillas y de un soplo ligero tras mi nuca borra todas mis dudas.
Pero cuando parece que el viento sopla a favor, que el sol calienta lo suficiente sin llegar a quemar, que tomaste el camino correcto dejando atrás los baches en el asfalto, te das cuenta de que diste demasiadas licencias a la vida, que estamos en sus manos y a su merced, y que hasta entonces sólo conocías una de sus caras. Un día cualquiera se presenta ante ti con el disfraz decrépito de la muerte y te arrebata uno de los anclajes que te sostienen a tu mundo, y ves con claridad meridiana que nada es eterno por muy largo que quiera ser, y que todos tenemos nuestra fecha de caducidad, el día en que dejamos de sentir.
En el mismo aguacero me caló la piel y hasta los huesos la ausencia, el dolor, la tristeza y la soledad. Anduve durante un tiempo debatiéndome entre la incredulidad y el reguero de lágrimas que no acababa de derramarse nunca aunque me anegaba por dentro. El vacío estaba tan lleno de ausencias que ocupaba todo el hueco de mi pecho y tuve que hacerle sitio entre las costillas y la piel para poder respirar.
Confiando y creyendo recé todas las oraciones en todos los idiomas que no conozco, crucé los dedos por debajo de la mesa esperando una señal que me despertara de la pesadilla. Y tuve que pronunciar en voz alta las palabras que tanto temía para creérmelas.
Al final he sabido aceptar. Aquí no hay elección, la vida se sienta frente a nosotros cuando nacemos y juega la partida con todos los ases bajo la manga sabiéndose ganadora. Y a nosotros sólo nos queda disfrutar la partida aun sabiendo que la vamos a perder.
Debemos aceptar que andamos vagabundeando por la vida, llorando, riendo, amando, odiando, queriendo; movidos por todo lo que sentimos y que nos sale a borbotones desde el corazón. Y no dejarnos arrastrar por la espiral del tedio, ni tirar nunca la toalla movidos por el miedo a sentir.
Vivimos porque sentimos, porque al fin y al cabo estamos condenados a sentir.
Nota: El texto ganó el primer premio del VI Certamen Literario de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos.