" Somos...Sí, lo mismo, con igual destino. Garúa borrosa de un día de abril. Un nido vacío y un viejo camino y un aire de ausencia muy triste y muy gris."
Homero Manzi
Nunca imaginé que llegaría para quedarse, pero el silencio llegó a acostumbrarse a sí mismo a fuerza de hacerse protagonista de mi cama, de mi sofá, de mi casa, de mis días y de mis noches. Ahora siento que la vida apenas me reserva efímeros instantes para la risa, que los lugares que habito quedan extremadamente lejos de mí, que me son extraños, ajenos, faltos de ruido y huérfanos de vida, y que por muchos kilómetros que haga, el ogro de la soledad me persigue y siempre acaba por alcanzarme. Hay cosas en la vida cuya sombra alargada siempre sale a tu encuentro sin que dependa de ti poder esquivarla; por mucho que corras en la dirección contraria a las manecillas del reloj jamás le acabas dando esquinazo.
Así me alcanzó el alma la certeza de que el nido que durante años entretejí estaba vacío. A estas alturas ya no sé si es bueno intentar evitar que te alcancen las sombras o aceptar tu derrota en la partida con la vida y dejar que la oscuridad, poco a poco, te acaricie la carne y acabe por viciarte la sangre.
Es tan fácil acostumbrarse a los besos que ahora que me faltan no sabría recordar cómo fue el último, si lascivo y carnal a quien tantos años cosió su vida a la mía, o ligero y sutil sobre la mejilla de mis hijos al salir de casa. Y ahora me pregunto a qué inhóspita atmósfera irán todos los besos que no puedo dar, a qué aire puedo decir vuestros nombres sin que el eco regrese a mí como un búmeran vengativo y asesino clavándose con precisión de cirujano donde más duele.
La misma casa a la que arañábamos un rinconcito en el armario para los últimos zapatos, una rajita de aire en la repisa para un nuevo libro, un claro en la ropa tendida para otros calcetines o el espacio inexistente en la nevera para una lata de refresco más, ahora se me hace grande e inabarcable, se agiganta como una mancha de aceite que muy lentamente se expande en su particular conquista de baldosas vacías, dibujando en el suelo el mapa de la soledad.
Ahora sólo me quedan recuerdos, momentos vividos y fechas marcadas en los almanaques como un mínimo ejercicio contra el olvido, una pequeña batalla ganada a la vejez; pero mis recuerdos no son de guión de cine ni argumento de novela, no son fotografías de galería ni pases de alfombra roja y tiros largos. Yo sólo viví una vida sencilla, trenzada de pequeños instantes con grandes emociones, de trabajo a deshoras y días para celebrar lo cotidiano; al final sólo se trataba de eso, de crear un mundo para compartir, un espacio ordenado, con sus propios ruidos, sus tiempos, su amor y su poesía.
Y hacer que todo ello cupiese entre estas cuatro paredes amarillas.
El principio se adivinaba de todos los colores y formas que caben en los espejos de un caleidoscopio, la ilusión por lo nuevo me tenía el corazón en un permanente latido, me disponía a crear mi propia familia.
Y aquello iba en serio.
Iba a zambullirme del todo en un mundo del que sólo conoces detalles de oídas, cruzar un puente hacia la madurez donde tendría que dejar de hacer algunas cosas y responsabilizarme de otras. Empezar a hablar en un idioma que no conoces y poner en ello todo el empeño. Sólo éramos dos, dispuestos a apostar en un juego lleno de incertidumbres y trampas, decididos a arriesgar y con los bolsillos llenos de proyectos; a lo lejos, un horizonte incierto y el miedo a lo desconocido.
Echamos a andar sin quitar la vista del suelo, a pasitos cortos, tomando medidas para evitar sorpresas, dibujando el contorno de nuestra nueva vida, de nuestra casa, de nuestro hogar; y aunque no todo fue de color de rosa, los dos pusimos todas las ganas para hacer de dos caminos uno solo. Siempre supimos que el amor verdadero es capaz de convertir en realidad una utopía. Hicimos de la difícil convivencia todo un ejercicio de empeño en lo posible, y sin proponérnoslo, el devenir de los días se deslizaba sin grandes altibajos sobre un equitativo cincuenta por ciento. Era tiempo de sonreír desafiante a los espejos, de no temer al frío ni al futuro, de no esquivar la mirada al presente o de hacer cientos de kilómetros un día de tormenta. Pequeñas locuras que no lo parecen cuando eres joven y no atisbas ningún peligro que pueda poner fin a tu recién estrenada historia con visos de eternidad. Pero aquella historia parecía incompleta, como año al que se le olvidó su primavera por entre los resquicios de los almanaques.
Y fueron llegando ellos, mis hijos, que poco a poco ocuparon su propio espacio en la casa y en nuestro corazón. El primero nació una tibia tarde del mes de abril, el segundo recién estrenado el mes de mayo dos años después, y la pequeña, una calurosa noche de septiembre, aquel año en que parecía que el verano nunca acabaría. Fue entonces, y sólo entonces, cuando me di cuenta de lo intensamente azul que puede llegar a ser el cielo a pesar de las nubes que a veces lo tintan de gris, de todo lo que ocultan unos ojos que miran hacia el suelo, del peligro que esconde la belleza de los acantilados, del porqué de nuestra existencia, del lugar que cada cosa ocupa en la inmensidad del universo y de lo importante que llegas a ser para otra persona que te quiere y a la que siempre querrás incondicionalmente, alguien por quien darías la vida sin ningún resquicio para la duda.
Y decides olvidarte de tu carne para mimar la piel de los tuyos; dedicas el tiempo que no tienes a calmar la falta de horas que los acucia llegando a alargar los minutos como se estira un trozo de chicle. Siempre ocupando el último lugar para el reparto en la mesa, en la tienda, y hasta en la cola del baño. Un lugar que aceptas y al que tú misma te has relegado, casi a hurtadillas, sin que apenas se note, de puntillas para no alterar el ruido de la vida, callada para evitar que nazcan excusas.
Eres el eje sobre el cual todo gira, como en un carrusel que da vueltas y vueltas para empezar una y otra vez desde el principio un día tras otro. Y tú, en tu pequeño carrusel giras para que todo esté en su lugar, con la maquinaria bien engrasada, la comida preparada, la ropa planchada, la mesa puesta y los besos guardados entre los labios por si hicieran falta. Siempre solícita, haciendo de tu vida un ejercicio de entrega sin esperar nada a cambio… pero, cómo te hubiese gustado más de una vez la recompensa de un abrazo después de tu entrega, cuántas veces esperaste un “te quiero mamá” a la puerta de sus cuartos. Y cuántas veces lloraste con tus propias lágrimas la pena que encerraban en sus corazones cerrados a cal y canto. Cómplice de sus historias no contadas, guardián de sus noches en vela, enfermera, amiga, confidente a ratos y siempre ángel de la guarda. Estás metida dentro de tal vorágine que te encuentras perdida, llegando a sufrir una crisis de identidad, y encima nadie te avisó de los cambios que los años traerían a tu cuerpo y a tu mente, y aunque seas tú la que necesite unos oídos bien abiertos a las palabras que pugnan por salir de tu garganta, el tacto firme de unos brazos para tus huesos cansados, el roce sutil de unos dedos acariciando tu pelo entrecano, siempre acabas hablando a esa desconocida que te mira incrédula desde el otro lado de los espejos. Ya no te perdonas un fallo, un error, una falta, un día triste, porque el día que te permites parar unos segundos acaba por invadirte el pánico, tienes la sensación de que estás en medio de algo que deja de funcionar por ti y que no controlas, algo que se empieza a desmoronar, que se derrumbará inevitablemente arrastrando consigo el entramado que hace posible el equilibrio perfecto en tu pequeño universo, y te ves flotando en el vacío, lejos de lo que eres y con los pies a un paso del abismo; pero a pesar de ello no tienes más remedio y te haces la valiente, das al botón de pause y te das cuenta, tras un silencio insultante, de que nada se desmorona a tu alrededor, que todo funciona, que la maquinaria sigue girando, y la certeza de que no eres imprescindible se te clava directa en la parte del cerebro que administra las emociones.
El mundo que has creado seguirá en su órbita sin ti.
Pero no, que no parezca que reniego de aquella locura en que se convirtió mi vida, de aquel lugar al final de la cola que elegí ni del peso que cargué sobre mi espalda como si el mundo fuera mío. Hoy, en mitad de la nada, con la soledad empujándome hacia el vacío, sola en medio de estas cuatro paredes amarillas repletas de ecos de otros tiempos que se alejan por momentos, daría parte de los años que aún me quedan porque todo fuese un sueño, que las ausencias que atenazan mi cuerpo fuesen un mal sueño, una pesadilla que se desmoronará al despertar como castillo de arena un día de lluvia, que las camas de mis hijos aún están deshechas y guardan para mis manos el calor de sus cuerpos entre los pliegues de las sábanas, que hay platos por lavar en el fregadero y problemas adolescentes que solucionar con un abrazo. Y que el ruido vuelve a posarse sobre las paredes a este lado de las ventanas.
Nunca olvidaré el día en que mis hijos se marcharon de casa con una mochila cargada de futuro en busca de su propia vida, sin saber que a la vez iban vaciando la mía, dejando en su lugar el peso de la desazón y la sensación de que mi alma se hacía pequeñita hasta desaparecer. Ni el gris del cielo que se derramaba detrás de los cristales de aquel viejo hospital el día en que quien tanto compartió conmigo clavó su pupila en mi retina para decirme adiós para siempre en un susurro, con todas las palabras mudas naufragando en el mar de sus ojos.
Adiós compañera.
Desde entonces sueño cada noche que vuelvo a casa a buscarlo con todos los trozos de su vida entre los brazos para recomponer la mía, pero al final siempre acabo por volver para añorarle entre las cuatro esquinas de su fotografía, reprochándole entre sollozos que se hubiese ido dejándome en tierra, noqueada, como única heredera de mi pena y mi dolor, sin nadie a quien cuidar, sin apenas ropa que planchar, con el tendedero vacío, los fogones de la cocina apagados, y un reguero de besos desperdiciados que voy perdiendo por los agujeros de los bolsillos.
Hoy daría parte de lo vivido por volver a poner en marcha aquel carrusel que me mantenía girando en mi órbita sin apenas tiempo para el pause ni el resuello, pero tampoco para el desdén o la desgana, ni siquiera para la melancolía. Ahora sólo veo muerte donde siempre hubo tanta vida, silencio donde sólo se escuchaba el ruido de una casa vivida, quietud hasta en el aire que respiro.
Y el eco de las risas se diluye por entre las rendijas de mi soledad.
Permanezco callada todo el tiempo, casi no escucho mi respiración; fuera queda el ruido, dentro, el silencio de los días muertos en que se convirtió mi mundo. En los espejos aparecen los restos de la reina de mi casa que fui, una reina sin rey y sin reino donde reinar.
Sé que debería vivir cada minuto como si fuera el último, darme un tiempo de tregua para la calma y las ganas, pero noto que ni mi cuerpo ni mi alma tienen fuerzas para aceptar que las cosas que se van no vuelven, y me cuesta ver que ya no voy a seguir realizando sueños, que he ido dejando por el camino personas a las que quise con las uñas y los dientes y con un buen trozo de estómago. Y que ya no existe mi mundo con ellas, que la voz de una radio será mi única compañía, la ilusión de que en la casa habita alguien más que yo y mi soledad. Tampoco volverán a creer mis hijos los cuentos que les leía al borde de la cama para que sus sueños tuviesen siempre un final feliz, ni regresarán los veranos recogiendo caracolas al borde de una playa, ni las imágenes que tatuaron en mi retina los atardeceres de San Fernando. No habrá más tardes de juegos en familia ni lágrimas que enjugar por un desamor de catorce años.
Hoy echo la vista atrás y pienso que todo ha pasado demasiado deprisa, que apenas me dio tiempo de saborear lo que estaba pasando por mis manos, quizá la velocidad de la vida no me dejó pensar y ahora sólo siento nostalgia del pasado.
Nostalgia y frío.
Intento desandar los caminos que ocuparon mi tiempo, pero al cabo siempre me hallo en la misma encrucijada y no sé si sabré recomponer la sonrisa en el mismo lugar en que la había dejado. En este sendero adverso y sin sentido, en este nudo de carreteras hacia el infierno sólo sé caminar de puntillas, avanzando y retrocediendo en silencio, preguntándome qué hago aquí recorriendo caminos ya agotados.
Es difícil convivir con la tristeza, reencontrarte con tu espacio desierto y reconocerlo a pesar de la oscuridad. El silencio te enseña que ahora te toca vivir sola, sin las personas que compartían tu mundo, que se han ido lejos, muy lejos de ti, y sólo cabe esperar una breve visita en la que compartir recuerdos y momentos congelados en las fotografías que atesoras en el álbum de tu vida. Y notas que el frío acartona tus dedos mientras las sonrisas que fueron se convierten en metralla.
En este nuevo puente que la vida te ha puesto a cruzar eres tú y sólo tú la que ha de encontrar motivaciones para seguir viva, aunque no sepas para qué o para quién. Debes poner a trabajar tus vísceras y tu alma para ganar la batalla al bucle de autodestrucción que te hace cada vez más pequeñita en tu nido vacío, tú la que has de recoger todos los pedazos de que estás hecha e intentar recomponerte de la forma más elegante y digna posible.
Ignoro el tiempo que me queda apostada en esta esquina del crepúsculo, el reloj avanza hacia la eternidad y yo me acerco a mi final. Ahí fuera hay una especie de halo, una energía difusa que me cuida y me protege, una brisa amable que me empuja a la tarea de elegir un vestido para el día, pintarme una sonrisa adecuada, salir al sol que más calienta. Una manera de huir de mí misma ahora que veo más fácil contemplar la vida que hacerla. Los pequeños dolores alcanzan con sus tentáculos todos los movimientos, pero vagar por las ausencias es un dolor lo suficientemente fuerte como para acallar todos los demás.
Y mientras me bato entre el rechazo al miedo y el silencio que duele mucho más que cualquier ruido, la realidad me obliga a mostrar todas mis cartas, y cada noche, a la hora de las sombras, acabo dibujando con mis pies los contornos del mapa de mi soledad.