“Habría bastado que nacieras varón.
¡Qué César se ha perdido Roma!”
Richard Harris “Gladiator”
Aquella madrugada, la lluvia, los truenos, los relámpagos y el viento se hicieron dueños de la noche, y yo, amiga de las tormentas desde el útero materno, decidí que ya era la hora de ver con mis propios ojos la primera.
Vivíamos en “La Huerta”, en una casa dedicada a las labores del campo y un poco alejada del pueblo, un paraíso cuando hacía buen tiempo, pero aquella noche era la viva estampa de una postal siniestra. Y ya se sabe…, las mujeres en los momentos decisivos de nuestras vidas, necesitamos la cercanía y la ayuda de nuestra madre, lo que se suele decir en lenguaje coloquial “un poquito de teta”, y nada más decisivo que un parto. -Adolfo, me gustaría dar a luz en casa de mi madre-, así que Adolfo queriendo complacer a su querida mujer, recogió un pequeño hatillo, un paraguas y a la parturienta en plenas contracciones, y bajo la tormenta de aquella madrugada del día 14 de Febrero, recorrieron el camino que separaba “La Huerta” de la casa de mi abuela ya en el pueblo.
-Creía que nacerías en la caseta de la luz- me cuenta mi padre con rictus de alivio en la cara. La caseta de la luz era una especie de torre de la que dependía toda la electricidad del pueblo y que se hallaba a medio camino entre las dos casas.
Por fin, entre rayos y truenos, llegamos (yo también) a la vivienda de mi abuela Inés.
Podéis imaginar el revuelo que se formó, ya nadie dormía, agua caliente y trapos, gente entrando y saliendo, truenos y lluvia… Y mi padre en busca de Doña Angelita, la matrona del pueblo, por cuyas manos ha pasado casi en su totalidad el censo carteyano.
La lluvia azotaba con fuerza los cristales del balcón de la habitación, en cuya cama mamá aliviaba sus dolores agarrada a los barrotes de níquel del cabecero. Y en un rotundo trueno precedido de un rayo que iluminó toda la estancia, asomé la cabeza siguiendo el camino que me indicaba la luz.
Cuando llegó Doña Angelita, yo ya estaba en el mundo, llorando y con el cordón umbilical enredado alrededor del vientre y por entre las piernas. -¡…Un niñooo, …un niñooo, …un niñooo!- salió corriendo mi abuela de la habitación para dar la noticia a los que esperaban en la cocina el desenlace del acontecimiento.
La matrona cortó el cordón umbilical y se dispuso a lavar al pequeño varón recién llegado. –¡Pero, ¿quién ha dicho que es un niño?!- se asombró la partera.
Contaba mi abuela que confundió el cordón que caía por entre las piernas del bebé con un diminuto miembro viril . Los nervios hicieron el resto.
Una vez hubo acabado todo el ritual del parto y acicalamiento de madre y bebé, ambas dimos muestra de un hambre voraz. Aquella niña iba a ser de muy buen comer (no se equivocaron).
El día siguiente amaneció radiante, haciendo realidad como nunca aquello de que el sol es el astro rey de todos los astros del universo. Mi padre marchó al mercado del pueblo a vender una cochina que pesaba unas 15 arrobas y por la que le pagaron alrededor de las 10.000 pesetas, lo que hoy serían 60€. Llegó a juntar entre los ahorros que tenía y la venta del animal unas 40.000 pesetas. ¡Toda una fortuna de la época!
Dicen que los niños suelen venir con un pan debajo del brazo, yo llegué con una cochina.