Han pasado dieciséis años...y parece que fue ayer.
“Tus defectos como hijo son mi fracaso como padre”.
Richard Harris “Gladiator”“Tus defectos como hijo son mi fracaso como padre”.
El día en que nació no estaba previsto tal acontecimiento. Estábamos en plena Semana Santa y el ginecólogo planeó el día en que mi hijo vería la luz por primera vez. Supongo que para evitar que el niño le fastidiase unas vacaciones merecidas. Debe ser agotador andar todos los días con las estadísticas de natalidad a cuestas.
No es de extrañar que aquella criatura aterrizara en este mundo mostrándonos su primer enfado con toda su energía. Tras una batalla de fuerzas enfrentadas y manos apretadas hasta el dolor, por fin lo tuvimos en nuestros brazos, moradito de frío y pidiendo a gritos algo templado que llevarse al estómago. Aquel niño no venía del cálido útero materno, llegaba del frío y la hambruna de los años de la posguerra, con la cartilla de racionamiento extraviada.
Pero como no hay mal que cien años dure, mi hijo entró en calor y perdió aquel apetito devorador. Y creció. Tanto, que hace años que le hablo mirando hacia el techo.
A veces lo miro cuando sé que no me ve. Sólo entonces su timidez se deja observar. Me gusta imaginar lo que piensa, adivinar sus preocupaciones adolescentes, ponerme en su lugar, navegar de compañera con sus pensamientos…, y abrazarlo con la mirada.
Porque el tiempo de regalar los afectos se marchó con las papillas y los pañales, hoy dosifica los besos. Con dieciséis años no se puede andar besuqueando a mamá.
Su universo es pequeño, cabe en las cuatro paredes amarillas de su habitación, reposa en el caos de su mesa y navega por las páginas virtuales de una pantalla.
Y se aisla. Sube los decibelios de Irom Maiden al infinito y todo desaparece alrededor. La atmósfera se impregna de miles de átomos eléctricos que chocan contra las paredes que se vuelven de metal, y una legión de notas acústicas imposibles, se aderezan con voces de potencia inusual. Es su música, la que le eriza la piel.
La lealtad y la bondad ocupan su corazón sin dejar resquicios a maldades y traiciones que envenenen su alma. El mejor amigo…, el mejor hijo.
Con el tiempo me tomó la medida. Lo sé, encontró mi punto débil. Desdibuja mi gesto enojado con cuatro palabras zalameras. Y me desarma. Me vence, y yo me dejo vencer.
Cuando yo no esté velando sus sueños, sólo quiero que los ocupe alguna vez con mi recuerdo, y sienta que lo quise con todo mi ser,… que lo quiero.