"Todo el mundo sabe que, cuando el Príncipe Azul despertó a la Bella Durmiente, tras un sueño de cien años, se casó con ella en la capilla del castillo y, llevando consigo a la mayor parte de sus sirvientes, la condujo, montada a la grupa de su caballo, hacia su reino. Pero, ignoro por qué razón, casi nadie sabe lo que sucedió después."
"El verdadero final de la Bella Durmiente".- Ana María Matute
Reparé en el goteo implacable de las agujas del reloj avanzando entre las horas de su esfera, lentas, cadenciosas, arrastrándose por el círculo de los minutos, segundo tras segundo, como nunca mis oídos repararon en él. Siempre me pasó desapercibido el tictac del tiempo en esa casa de ruidos, como se ahoga en el crepitar del agua sobre las ventanas la gotera de un grifo mal cerrado un día de lluvia torrencial.
Encima de la cama, recostado sobre las flores azules de la colcha, me esperaba el traje negro con camisa blanca y corbata de luto, con el pantalón derramado por el borde del colchón hacia la alfombra, como los relojes derretidos del famoso cuadro de Dalí. En el suelo, los zapatos con cordones de las ocasiones especiales se alineaban en perfecto estado de revista, brillantes y más negros que nunca, como dos espejos de azabache, dispuestos a acompañarlo en su último paseo por el mundo de los vivos.
Me acerqué a la ventana de mi habitación, el día se deslizaba bajo un sol de otoño reticente a abandonar las pasadas calores del verano. Al final de la calle, en la esquina junto a la panadería, aún se mantenía en pie el quiosco del señor Matías, con sus paredes de chapa azul y una pequeña ventanilla por la que el quiosquero asomaba sus ojillos chispeantes de ratón, como dos canicas negras. Allí, todos los domingos acudía de la mano de mi madre a comprar cinco sobres -a veces seis- con los cromos de los futbolistas de la última liga. Luego cruzábamos la calle en dirección al parque de San Andrés en el que siempre ocupábamos el mismo banco de hierro forjado, yo abría mis sobres de cromos y ella, simplemente disfrutaba en silencio -apenas me dirigía dos o tres frases- de la brisa fresca de los días de invierno y de los tibios rayos de sol que se colaban tímidos por entre el ramaje de los árboles. La recuerdo mirando hacia el cielo para atrapar todo el azul en su retina, luego cerraba los ojos y llenaba su pecho con todo el aire que podía, y se dejaba llevar por los olores de su memoria.
Mamá había nacido en Los Encinares, un pueblo de unos cinco mil habitantes, a cincuenta kilómetros de la capital. De pequeña fue una niña muy alegre, de ojos almendrados y sonrisa perenne. Jovial y de agradable trato, la niña de los ojos de su padre. La primera de su clase en el colegio, muy pronto comenzó sus estudios de bachillerato en el Instituto San Blas, en La Fontana, un pueblo cercano y al que acudían todos los jóvenes de Los Encinares para completar sus estudios antes de comenzar la carrera.
Tenía pensado estudiar Magisterio, siempre le gustó la enseñanza y solía ponerla en práctica dando clases particulares a los chicos de los cursos inferiores. Apenas ganaba para algún capricho, pero su interés no era el dinero, quería enseñar lo que sabía, esa era su mejor recompensa.
Aquel verano -una vez acabado el Bachillerato tras un año de duro trabajo y estudio- se propuso vivirlo a tope, y empezaría por disfrutar de las fiestas del pueblo. Fue entonces cuando conoció a mi padre. Paseaba con una amiga por las atracciones de la feria y -por esa intuición que llaman femenina- hacía rato que se sabían seguidas de cerca. De pronto notó en la espalda el roce de su pecho -¿Cómo te llamas?- le preguntó. Pensó en echar a correr, sin embargo contestó tímida –Pilar ¿y tú?-, él se colocó a su altura -yo Miguel-, dijo y siguieron el paseo.
Tras ese primer encuentro siguieron viéndose todas las semanas. Miguel acudía en moto para ver a su novia desde su aldea, una pedanía de La Fontana. Se enamoraron como sólo se enamoran los adolescentes, ella sólo tenía vida para él y -aparentemente-, él sólo ojos para su novia. Pronto, Pilar soportó algunas escenas de celos infundados, de esos que se perdonan una y otra vez porque la venda con que el amor nos vela los ojos, apenas si nos deja intuir el eco de las voces que rondan a la lógica y a la razón.
Muy pronto decidieron casarse a pesar de las opiniones contrarias de mis abuelos. -Es tan joven…-, pensaban.
-No hace falta que os precipitéis, espera a acabar tu carrera y luego Dios dirá.- Intentaba su padre disuadirla sin éxito.
-Miguel ha encontrado un trabajo en la ciudad y queremos estar juntos ¿no lo entiendes papá?
-Sí lo entiendo, pero tú debes comprender que te juegas tu futuro, tu independencia… tu vida. La vida es larga y regala tiempo para todo.
Para finales de la siguiente primavera ya estaban casados, y a los diez meses, yo en el mundo.
Pasé mis primeros años de vida como cualquier niño normal, cuyo único problema era lograr cambiar los cromos repetidos con sus amigos, y la mayor felicidad comprobar que al álbum sólo le faltaban siete futbolistas para completarse del todo.
Vivíamos en un piso de tres dormitorios, en una tercera planta de un bloque con fachada de ladrillo rojo y terrazas estrechas que daban a la calle Los Almendros, no muy lejos del centro de la ciudad, en un barrio de clase media trabajadora en el que todos los vecinos se conocían de vista y por sus silencios al cruzarse en la calle o compartir ascensor. El piso tenía los muebles justos, sin lujos y con algunas fotos colgadas en sus paredes amarillas. Y mi madre, como un adorno más. Nunca faltaba de su sillón mecedora con los ojos clavados en la televisión y los dedos ágiles hacia adelante y hacia atrás engarzando flores de ganchillo, unas con otras, para un futuro mantel. Hoy, al recordarla en su sillón mecedora, me parece verla tejer los agujeros de su alma, todos los días los mismos rotos que se volvían a rasgar una y otra vez.
(Continuará...)