“Uno se desacostumbra a su voz y pasa el tiempo a solas con su silencio, y el silencio se nos vuelve extraño y nos asusta.”
Andrés Trapiello “El gato encerrado”
Quizá sea que no hay nada que decir. O quizá hay tanto que decir que se me aturullan las letras en la puerta de salida y no se dejan paso las unas a las otras. O quizá sea aún más simple y sólo se trate de pereza, de no encontrar el minuto justo en que decido sentarme delante del ordenador y poner las neuronas a ordenar pensamientos, palabras, puntos y comas, en lugar de las cartas rojas sobre las negras en un solitario cibernético.
Quizá pretendo el final del callejón sin despedirme, salir de puntillas y sin colgar el cartel de fin en alguno de sus postigos. Cansancio o cobardía. Qué sentido tiene dejarse husmear, rascar, oler y hasta juzgar por quien no tiene ni ojos ni voz, a veces ni siquiera nombre. Me pregunto qué tiene de verdad el halago, el piropo, la felicitación que tan sólo pretende retenerte en casa ajena.
Cansada de leer sin elegir, de juzgar lo leído, a veces de mentir.
Cobarde por no ser capaz de alejarme de una vez por todas, por dilatar el tiempo, por no salir cerrando de un portazo dejándolo todo detrás de la puerta. Cobarde, porque al fin y al cabo es puro miedo, vértigo al pensar que me quedo sin vosotros.