Ernesto Sábato “Sobre héroes y tumbas”
Elecciones, tiempos convulsos, manifestaciones... y mi memoria se sumerge en aquellos años setenta...
El primer huevo que cogió, se lo coloqué yo en su manita de dos meses. El bebé llegó cuando yo tenía nueve años y mi hermano mayor doce. Siempre estaba durmiendo boca arriba en el cochecito y con las palmas de las manos fuera de las sábanas. Saqué un huevo de la nevera y se lo dejé caer en la mano. Hoy doy gracias a Dios porque no se produjese ningún accidente. No quiero imaginar la cara llena de ira de mamá al ver al niño con sábanas, cara y colchón llenos de huevo.
Mi hermano pequeño creció ganándose el cariño y la simpatía de propios y ajenos, pues a su media lengua, habría que añadir una gracia natural y cautivadora que conseguía colocarlo en el centro de todas las reuniones.
Vivíamos por entonces en un piso de una primera planta, y abajo, mi padre tenía su negocio, una tienda de tejidos, paquetería y confección.
Recuerdo con una sonrisa en la memoria aquella vez que…
Corrían los años setenta, tiempos de disturbios callejeros, movimientos sindicales, disputas políticas en los bares y huelgas obreras. Mi pueblo no era una excepción. Se respiraba un ambiente enrarecido. El aire venía con ansias de libertad aderezadas con rachas de miedo.
Aquel día, se celebraba una importante manifestación. Todas las calles estaban desiertas. Los balcones cerrados. Todos estábamos en casa, todos menos él, mi hermano pequeño de cuatro años. Mi madre andaba fuera de sí, dónde estaría el niño. Ningún vecino lo había visto. Definitivamente había desaparecido de la faz de la tierra, o del pueblo. Tras las rendijas de las persianas, cientos de ojos llenos de miedo, observaban la inmensa mancha humana que poco a poco se derramaba calle abajo, con pancartas de eslóganes desafiantes.
El silencio se mascaba, sólo se escuchaba al unísono “¡COMPAÑERO, NO NOS MIRES, ÚNETE. COMPAÑERO, NO NOS MIRES, ÚNETE!”. ¡Y el niño sin aparecer!La letanía se repetía sin cesar, sin desafinar, con las voces de aquella multitud bien empastadas, y por supuesto inmejorablemente dirigidas por mi hermano, que presidiendo el coro, caminaba de espaldas con los brazos levantados cual director de orquesta.
Sólo le faltaba la batuta.