John Steinbeck
Llegó tan de puntillas que algunos creyeron ver cómo un viento desorientado helaba los números sobre los calendarios, y hubo quien como yo quiso creer que las certezas a veces se convierten en casualidades. Pero no, sus tímidos pasos derivaron en zancadas de gigante horadando la línea del horizonte, y lo que algunos creímos a pies juntillas se fue diluyendo con la misma rapidez con que el verano caía a plomo sobre los campanarios de la ciudad, derritiendo el azul del cielo por los extremos.
A estas alturas sólo me queda rezar todas las oraciones que no me sé en un último intento para que retome su carrera hacia la lejanía, allí donde los meses se trastocan con los de este lado del mundo; con perdón.
Porque quiero volver a ser yo, sin miedo a los grados que perlan mi frente, retomar la vida vertical y activa, y envolver mi cuello de colores mientras el frío tensa mis mejillas ahí afuera y el húmedo asfalto vuelve a mis botas hasta la rodilla.
Porque donde algunos ven vida yo adivino la textura quebradiza de las hojas a punto de caer de los árboles amarillos, definitivamente muertas. Porque la vida, lejos de lo que pueda parecer, vuelve a brotar sobre su esquelética desnudez. Y yo, viva otra vez, como los árboles sus hojas, voy dejando caer, muy lentamente, la lasitud, el hastío, el tedio, la falta de ganas y hasta los grados que perlan mi frente.