El tiempo me enseñará a vivir sin ti pero nunca me enseñará a olvidarte.
He llenado demasiadas páginas de palabras ahítas de rabia y de dolor. He apretado los dientes, y a empellones, sin orden ni concierto, las saqué del rincón en el que se apilaban y las escupí en el cristal, como quien vomita un ácido que le arde en la boca del estómago.
Y me han quemado la yema de los dedos.
No sé si anduve mucho tiempo perdida, errática en un mundo en el que sólo habitan las que apuñalan donde más duele, y vagabundear por sus callejones oscuros, con rumbo a ti, lejos de mí, fue el único salvavidas que me sirvió para encontrar la luz.
Hay momentos en que debes hacer un agujero bien hondo en el suelo para poder ver el cielo.
Dicen que el tiempo acaba por curar las heridas del alma, las mías se aliaron con el incesante desfile de días por el que se desliza mi vida y poco a poco devinieron en cicatrices. Están ahí, pellizcándome por dentro, oprimiéndome las vísceras y el alma, disfrazando el dolor, taponando mis miedos, fingiendo que no existen, pero al fin permitiéndome reencontrarte en las horas desordenadas de la memoria sin ahogarme al borde de una lágrima.
Seguir viviendo en otros mundos, da igual cuáles, lejos del nuestro, me es posible tras ganar mil batallas a mis pequeñas tristezas. Aceptar que no estés tú en el mío ha sido la peor de mis contiendas.
Ahora que no es posible mi mundo contigo, que me faltan tus besos, tus abrazos y los te quiero a deshoras, ahora que no hay pasillos que me conduzcan a ti, que no hay mesa compartida ni madrugadas de charla y copita de anís, habito otro en el que te siento aquí adentro, muy cerca de mi latido, traspasando incluso las fronteras de mi piel, en el que soy porque tú fuiste, en el que te reconozco en el envés de mis gestos y en la forma precisa de mis actos; porque el día de tu despedida me miraste a los ojos y taladraste en mi retina una promesa que has cumplido, sé que jamás te fuiste del todo, y a veces te siento más cerca de mí que a otra gente que se sienta a mi lado en el sofá. Sólo me falta llamarte en voz alta, papá.
Hoy quiero volver a conjugar aquellas palabras blancas que olvidé hace años, esas que acarician el pelo y dibujan besos en la piel de las mejillas, las que intentan recorrer los contornos de nuestro mundo sin acabar emborronadas en agua y sal. Aunque sé que ningún juego de letras te haría justicia.
Y recuerdo nuestro mundo…
Un lugar lento en el que las horas viajaban a pie, de ese indeterminado color azul que tanto nos gustaba, en el que tú eras el único héroe de mi cuento perfecto, la red que me salvaba del frío asfalto en mis caídas y despejaba mis días de tinieblas infantiles. Me hiciste sentir amada, la niña más querida del mundo. Y me enseñaste a soñar, a creer que podíamos crear un universo nuevo alrededor, íntimo y privado aunque de puertas abiertas, a nuestra medida y con sus propias normas aptas para ser rotas, y un código de gestos que sólo tú y yo conocíamos. Un mundo en el que sentir con las puertas del corazón abiertas de par en par y contarlo sin esquivar la mirada, un lugar en el que lanzarnos a la aventura del amor hasta desaparecer con todas las consecuencias. Y aunque ese mundo nos situaba a cierta distancia de la realidad, ir de tu mano cómplice a la búsqueda de aventura no tenía precio.
Arañábamos tiempo a los relojes para nuestras pequeñas locuras, y las horas se estiraban complacientes hasta la madrugada, aunque al cabo tú no resistieras los envites del sueño y acabaras olvidando nuestro pacto, abandonado al placer de los brazos casi maternos de Morfeo.
Los días siempre se adivinaban de rojo en los calendarios por el simple hecho de verlos amanecer y despedirlos con honores a esa hora incierta en que desaparecen por las orillas de los almanaques. Sabías que la vida gira alrededor del eje de las cosas que de verdad importan, y ésas no tienen precio. Reunir a los tuyos, a los que quieres y te quieren, disfrutar de sus besos, de sus abrazos y sus risas, de su compañía, es la más bella poesía que encierra la verdadera esencia de la vida, y tú lo hiciste hasta el último momento, cuando los zarpazos del tiempo te hirieron, menguándote, mellándote y partiéndote las fuerzas.
Formar parte de tu mundo, de tu espacio y de tu tiempo, ha sido la mejor manera de aprender a vivir, disfrutando de las alegrías que nos tocó en suerte, y aceptando los sinsabores con que el azar nos azota con la mayor elegancia posible. Me enseñaste que la vida se alimenta de las cosas más sencillas y de las ganas de hacerlas, que hay algo mucho mejor que desear un buen día, hacerlo.
Fuimos cómplices en mil batallas domésticas, de ésas que hacen especial lo cotidiano. Qué no contarían las paredes de esa cocina. Hoy recuerdo tantos momentos vividos en ella que me es imposible contener una sonrisa, ¿recuerdas aquel día en que preparamos entre los dos una fuente de fresas con zumo de naranja y azúcar? Al final acabamos echando todo el azucarero sobre la fruta. En la mesa nadie supo de qué nos reíamos mientras disfrutaban de las fresas más dulces de su vida. O aquellos preparativos para la Nochebuena en que no nos poníamos de acuerdo en cómo debe colocarse el marisco, tú al montón, yo girando por el borde de los platos. “Corta finito el jamón, papá”, “no, a mí me gusta a taquitos”.
Siempre esperando mi regreso para tomarme del talle y lanzarnos a bailar por los pasillos mientras tarareabas tus canciones inventadas en mi oído, ajenos a quien nos miraba, como si hubiéramos perdido definitivamente el juicio.
Pero también hubo momentos en que el azul de nuestro mundo pareció desdibujarse por los bordes de su cielo. Hoy los recuerdo y aún siento una punzada arrepentida en el centro de mi pecho. A veces tomas caminos que no te llevan a ninguna parte, y cuando te das cuenta retrocedes y vuelves al punto de partida. Regresé con el miedo a los reproches agarrado a los tobillos, pero allí seguías tú, esperando a tu niña de siempre, no pediste explicaciones, hay ocasiones en que imaginar es la mejor manera de conocer. Sabías que era cuestión de tiempo que yo tomara el próximo desvío, y volvería como si nada a recoger la sonrisa en el mismo lugar en que la habíamos olvidado.
A veces, de madrugada, cierro los ojos e imagino aquel lugar al que siempre quiero volver, allí estás tú con tu sorbito de café matutino en las manos, o acercándote a mí para que oliera la colonia Nenuco con que te empapabas al salir de la ducha. No puedo borrar esa imagen de mi cabeza, ni tu voz en mi oído susurrando te quieros. Los abro y todo sigue en su lugar, mi destino, mis pensamientos, la tozuda realidad, la verdad sin tu presencia sanadora. Y vuelvo a dejar pasar el tiempo tachando estrellas de un cielo casi negro mientras me convierto en un ser poco amante de la vida. Y claro, me siento culpable. Se cumplieron los plazos del duelo y además tú no lo mereces. Sé que sonríes cuando yo río, que sufres mis penas como propias, y mis mínimas victorias son tu mejor recompensa allí arriba desde donde me miras.
Hemos habitado un mismo mundo, pero eso no tiene ningún mérito, lo realmente importante es haberlo hecho bonito.
Nota: El texto ganó el segundo premio del IX Certamen Literario de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos.