miércoles, 24 de noviembre de 2010

DEJANDO UN RASTRO DE PIEL MUERTA POR EL CALLEJÓN

  "Santino, ¿Qué te sucede, eh? Nunca digas lo que realmente piensas delante de gente que no conoces."          "El Padrino"



Llegaste a mi vida con todas las armas dispuesto a abrirme en canal con precisión de cirujano. Me rajaste la camisa a dentelladas, dejaste huérfana la cremallera de mi pantalón y los botones de mi chaqueta desconcertados en busca de un agujero negro por el que desaparecer. En la primera cuchillada me tenías a tu merced, malherida, agonizante, rendida, …entregada. Y con llagas en las yemas de los dedos de los pies para que me fuera imposible escapar de los barrotes de tu ventana.

Has buceado por mi tráquea hasta la boca del estómago, te has columpiado en mis costillas desde una punta a la otra del envés de mi piel, has escalado por mis vértebras impares y me has desarmado el puzle de la memoria.

Ahora llevo el corazón colgado de los dedos, indefenso y débil como sólo están los corazones que salieron del escondite de su pecho, y a la mínima que me descuido andas hurgando en el hueco de mis aurículas vaciándolas a cucharillas. Luego me afano en recomponer este amasijo de huesos y vísceras, pero siempre llego tarde y sólo me queda tararear una melodía lenta que disfrace tanta herida abierta que no deja de supurar entre renglones. Y a veces funciona.

martes, 16 de noviembre de 2010

ÚNICO Y PERFECTO

"La vida no es más que un interminable ensayo de una obra
que jamás se estrenará."
                                 "Amelie"


Nadie sabía que tenías un puñal clavado bajo la piel y que te despedías mientras se rompían nuestros corazones en latidos de ceniza. Te llevaste el verano para siempre y nos soplaste el viento y la lluvia en los lagrimales. Ahora sé que me engañaban las palabras que no me decían tus ojos como cuando era niña y me mentías jugando a ser único y perfecto.
Querías ser el protagonista de una de mis historias y ahora las ocupas todas en mi memoria, porque aunque las palabras no te cuenten, se desangran en silencio dejando un reguero viscoso serpeando los renglones que vomito. Y mientras, los días me rehúyen susurrándome canciones tristes en la nuca y empujándome hasta una encrucijada en la que sólo se atisban vías muertas y callejones sin salida trazados con geometría laberíntica.

He colocado todos los espejos de perfil en un último intento por ver reflejada la otra cara de la vida, la sonrosada, la risueña, la amable, la que tú disfrutabas; pero sólo he conseguido vislumbrar la mitad de una tristeza ahogada en media lágrima emborronada.

Hace mucho jugabas con mi inocencia y me hacías creer que eras único y perfecto, y aquella niña llegó a pensar que las cosas perfectas eran inmortales. Sólo te faltó decírmelo ahora, una  vez más, y que yo me lo creyera.
El tiempo me enseñará a vivir sin ti pero jamás me enseñará a olvidarte.

jueves, 11 de noviembre de 2010

UNA VIDA ROTA (4ª Parte)


Estábamos tan ensimismados en nuestra pena que no nos percatamos de la presencia de una enfermera que nos instaba a seguirla. El enfermo había salido del coma de forma inexplicable y se encontraba en una habitación de la planta tercera del hospital. Allí dormitaba tumbado en la cama, con los ojos cerrados y encadenado a un sinfín de tubos y aparatos. No pasé de la puerta mientras mi madre se acercaba despacio a la cama de su marido, le agarró los dedos de la mano que le quedaba libre de tubos y notó cómo se la retiraba con el peor de los desprecios que puede albergar la semiconsciencia.

Al poco llegó un médico que nos hizo acompañarlo a un pequeño despacho lleno de títulos enmarcados en la pared, con una mesa en la que se apilaban cientos de informes clínicos y una foto de una familia feliz –la suya intuí-. Por unos segundos no pude retirar la vista de la foto. La escena era idílica, el doctor abrazaba a una mujer y ésta a su vez, a una niña de sonrisa mellada.

La conversación que siguió la recuerdo lejana, retumbando en algún rincón de mi memoria:

-Señora, su marido tiene paraplejia-. No se anduvo por las ramas el doctor.

-¿Significa eso que no puede mover las piernas, que tendrá que ir en silla de ruedas?

-Lo siento señora, …firme estos documentos y llévelos a Inspección. Allí la informarán de lo que tiene que hacer. En la primera planta, la segunda puerta a la derecha-. Salió del despacho detrás de nosotros.

En aquel instante no supe reaccionar, no llegué a entender lo que la nueva situación significaba para el futuro de mi madre, e incluso para el mío, aunque un pensamiento indolente hacia la situación de mi padre se me pasó por la mente: -ahora no podría ponerle un dedo encima a mamá-. Poco tardé en convencerme de que el daño se hace también con los gestos, las miradas y las palabras, que hay miradas que te acuchillan las pupilas y palabras que te dejan en el escalón más ínfimo de la autoestima.

La estancia en el hospital se alargaba, fueron necesarias varias operaciones y algunas pruebas médicas a las que el enfermo accedía a regañadientes, y siempre acompañado de su mujer en actitud sumisa y callada empujando la silla de ruedas.

Día tras día y noche tras noche permaneció en un sillón al lado de mi padre, ayudándolo en la comida, lavándolo y pendiente de la medicación. Siempre atenta y solícita, yo diría que con amor. Y no lo entendía ¿Por qué se mostraba así?

Uno de los días en que me pasé por el hospital fui testigo de hasta dónde podía llegar la crueldad de aquel ser: desde la puerta observé cómo mi madre le ofrecía una píldora que le entregó una enfermera –Miguel, tómate esto que es para la infección- le tendió la píldora en un pequeño vasito de plástico. –¡Tú estás loca si piensas que me voy a tomar eso!- Y en ese momento le dio un manotazo que le tiró el vaso con la píldora al suelo. Entonces se puso a llorar sobre la cama mientras él continuaba: -¡Todo esto es por tu culpa, ya estarás contenta, aunque lo que tú querías era verme muerto! ¡Por mí te puedes ir y dejarme en paz, no te necesito!- En ese momento empujé la puerta que se abrió del todo, agarré los hombros de mi madre y la llevé fuera de la habitación.

Al poco regresé, lo miré con todo el desprecio de que fui capaz y con la rabia apretada entre los dientes acerté a decir: -¡te odio, siempre te odié. Ojalá hubieses muerto!-. Vi cómo apretaba el puño de la mano derecha y salí.

Después de lo ocurrido me negué a volver al hospital, aunque mi madre seguía con sus cuidados y aguantando a un ser que lo único que se merecía era el desprecio de aquella mujer.


Las horas de la tarde pasaban lentas, en el silencio desconocido para mí de aquella casa. Al día siguiente me examinaba de Literatura y todo el ambiente era propicio para el estudio, hasta que el silencio se cortó con el insistente reclamo del teléfono. -Sí, diga. …Papá ha muerto-. Me hablaba desde el otro lado del aparato la acongojada voz de mi madre.

No sentí el dolor por su ausencia, ni el vacío que debe dejar la muerte de un padre en el alma de su hijo. Aquella muerte significaba para mí el final de una etapa y el principio de la vida que aún le esperaba a una mujer joven e inteligente como mi madre.

La mañana era espléndida, el reflejo del sol en los zapatos negros nos acompañó hasta el tanatorio. Apretones de manos, abrazos y besos de gente que apenas conocía y algunas lágrimas.

Pedí por favor quedarme sólo un momento con el féretro y todos salieron de aquel cuarto marrón con olor a fregasuelos barato. Aún estaba abierta la caja, me acerqué, quería decirle todo lo que callé durante mis pocos años adolescentes, escupir todo el dolor acumulado, arrojarle la furia, la rabia y la ira reprimida que habitaba en mi pecho. Estaba blanco, con el gesto sereno que nunca le vi. Fue entonces cuando se me pasó por la cabeza una idea descabellada que no pude controlar. Me desabroché el cinturón, bajé la cremallera de mi pantalón y regué todo el cadáver con una inmensa meada.

Jamás me había provocado tanto placer aquel hecho fisiológico tan cotidiano. Recompuse mi vestimenta y respiré hondo.

Al poco entraron dos operarios en aquel cuarto marrón y colocaron la tapa del ataúd. –Uf…, empieza a oler ya- le dijo uno de los hombres a su compañero.

Fin.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

UNA VIDA ROTA (3ª Parte)



Cada día llegaba más tarde y más bebido, su aspecto era lamentable, y su aliento pestilente se expandía por el aire de la habitación, dejando en suspensión miles de átomos de un hedor a licor rancio. Aquella noche se demoró más de lo normal, cuando llegó, mamá y yo ya estábamos dormidos. Entró en el dormitorio de matrimonio tambaleándose, se acercó a la cama y tiró de las sábanas hacia abajo.

-¡Despierta! ¡Y ponme la cena, ¿qué haces acostada?! –gritaba con la cara desencajada mientras mi madre de un salto se puso en pie con las piernas temblando y el miedo arañándole la mirada. El frío de las baldosas le acuchilló la planta de los pies, escaló por sus entrañas y le estalló en mitad del pecho.

Luego se dirigió a mi habitación.

-¡Y tú, levanta! ¡Cuántas veces tengo que decir que me esperéis despiertos! –se inclinó sobre mi cama, me sacudió agarrándome de los hombros y comenzó a abofetearme la cara.

Armada del poco valor que le quedaba y empujada por el instinto de conservación y protección que sólo desarrolla una madre, arrastró su osamenta por el pasillo y forcejearon en desigualdad de condiciones. A mí jamás me había pegado y la primera vez bastó para sentir en su alma una fuerza sobrenatural que la hizo hablar: -¡No se te ocurra tocarlo!-.

-¿Y qué me vas a hacer? ¿eh? ¡Este es mi hijo y tú lo pones en mi contra, le hablas mal de mí, lo único que quieres es conseguir que me odie. Igual que tú! ¡Eres una mala puta! ¡No sirves para nada! –La empujó contra la pared, le cruzó la cara con dos bofetadas y salió por la puerta dando tres zancadas y un portazo que retumbó en mis tímpanos. Mastiqué el aire denso de la habitación y tragué saliva con un puñado de arena. Mi madre permanecía tirada en el suelo, me acerqué a ella, le tomé la cara entre mis manos y enjugué con un pañuelo de papel el hilo de sangre que bajaba desde su nariz hasta la boca dejándole un sabor dulzón a metal en la garganta. Sólo quería abrazarme a ella, sentir el refugio de su vientre, meterme en mi cápsula fetal y oír tan sólo los latidos de su corazón. Huir de este mundo y volver a cuando todo estaba bien.

A pesar de que los días se alargaban en el tiempo como el eco de un grito entre montañas, pasaron uno tras otro, y como las gotas que lentamente caen de la estalactita de un tejado creando un charco de agua sobre el suelo, mi vaso se fue colmando poco a poco de gotas de odio hasta el ras de mi aguante. Tenía dieciséis años y le sacaba la cabeza a mi padre, y aunque su fuerza era mayor a la mía, empecé a imponerme –era fácil- a un borracho que apenas se mantenía erguido.

Un día salió de casa y a las dos horas aproximadamente, el ring-ring del teléfono ensordeció el eco del último portazo que aún se repetía en mis oídos: -¿Señora Montes? Sí, dígame. La llamamos del hospital, su marido ha tenido un accidente de coche.

Cuando llegamos al hospital nos comunicaron que D. Miguel Montes se encontraba en estado comatoso y que aún era pronto para prever futuros acontecimientos. Sólo cabía esperar.

Si de esperar se trataba, yo sólo esperaba que se muriera. En aquel momento no me cabía en la cabeza otro deseo. Lo odiaba, lo odié en silencio muchos años, y ese rencor se expandía en toda su amplitud por mis pensamientos, dejándolo como único inquilino de mi cabeza.

Sin embargo la cara de mamá era el fiel reflejo de la preocupación. Habían estado juntos muchos años, idearon un proyecto en común cargado de ilusiones y de futuro, lo había amado y creía que él, en su interior y a su manera también la quería. Ella le dio dieciocho años de amor y a cambio recibió dieciséis de desprecios.

La tenía enfrente, sentada en una silla azul en la sala de espera, consumida por el tiempo, con las manos juntas y sin color en la mirada. Apenas le quedaban restos de la bella joven que fue, de aquellos ojos almendrados y aquella sonrisa blanca perenne que yo conocía por fotografías.

-Mamá, …y si se muere…- Alcancé a decir en voz baja.

-¡Calla, no digas eso! Es tu padre, jamás digas eso.- Me recriminó con gesto acusador.

-Pero mamá, no entiendo por qué lo defiendes, siempre te hizo la vida imposible, jamás te ha querido, ni a mí.

Entonces se sentó a mi lado y empezó a narrarme la historia de un amor idílico que poco tardé en descubrir como algo inventado, me relataba lo que ella añoraba, lo que quería que hubiese sido su vida y que no fue, sus ilusiones pasadas y que no era consciente de que se habían roto en el presente. Por un momento pensé que había perdido la cabeza.

-Mamá, todo eso está en tu cabeza pero no tiene nada que ver con la realidad.- La interrumpí agarrándole las manos y noté la tristeza de sus ojos acariciando los míos.

(Continuará...)


martes, 9 de noviembre de 2010

UNA VIDA ROTA (2ª Parte)



Pocas veces la vi hablar con alguna vecina, y esas pocas veces lo hacía cuando mi padre estaba en su trabajo, un almacén de embalaje y distribución de muebles. Recuerdo un día, creo que de primeros del mes de junio porque yo estaba en casa por la tarde, cuando se clausuraban las clases vespertinas por el calor incipiente del verano; oí el tintineo de las llaves sobre la cerradura de la puerta a la vez que a mi madre se le abrían los ojos como si intentara cerrarla con ellos. Y su cara se tornó del color de la muerte. Fue la primera vez que vi a un muerto de cerca, en este caso a una muerta. Bajo el dintel de la puerta apareció aquel hombre, digo hombre porque para mí se trataba de un hombre desconocido, no era mi padre. Traía el pelo descolocado, algo inusual en él pues siempre dedicaba mucho tiempo a alinear cada mechón de cabello en su sitio correspondiente, ayudándose de un poco de gomina. Apoyó un brazo sobre el marco izquierdo de la puerta y con la cabeza un tanto agachada, miraba a la señora Carmen, -vecina de enfrente que en ese momento se encontraba en nuestra casa- como si la fuese a embestir como un toro a su torero.

-¡¿Ya estamos de chismorreo…?!- vociferó mi padre haciendo que su grito llenase el aire del pasillo, bajase por la escalera y el eco subiese por todas las plantas hasta la azotea del inmueble.

-No, si… yo ya me iba- salió la señora Carmen, sin decir adiós por debajo del brazo de aquel hombre que aún sostenía el quicio de la puerta con su mano izquierda.

Cuando la señora Carmen hubo entrado en su casa, mi padre dio un portazo y las paredes se quejaron con el crujido de una grieta. Se acercó a su mujer y con dos dedos enormes la agarró del mentón apretando con fuerza:

-¡Que te he dicho millones de veces que no quiero ver a la chismosa esa en mi casa!- le gritaba con los dientes apretados mientras ella andaba de puntillas hacia atrás, con los ojos húmedos y llenos de horror, tenía ante sí al mismísimo Satanás.

-…Es que…es que…vino a ped... ¡no, por favor! ¡Miguel!...¡el niño!

-¡Que te calles te digo! ¡Maldita sea!- la soltó de una sacudida cuando se apercibió de mi presencia.

Debido a mis pocos años no entendí el comportamiento de mi padre cuya mirada, más que miedo, causó en mí desconcierto. Parecía que mirase hacia un punto inexistente de la habitación, como si no acertase a centrar sus pupilas en las mías. Dio media vuelta y cayó con todo su peso sobre los brazos de mi madre que intentaba agarrarlo sin éxito. Por unos segundos noté cómo se me paralizaban las piernas, como si las tuviese atornilladas a las baldosas por unos clavos invisibles. Por fin pude desasirme del suelo y corrí a encerrarme en mi cuarto. Me metí en la cama, vestido y con los zapatos puestos, me tapé hasta la cabeza creyendo que los gritos no me alcanzarían debajo de las sábanas, pero siempre queda una rendija abierta por la que se cuelan los fantasmas que atemorizan a los niños pequeños.

Aquélla fue la primera vez que presencié algo así, y si la memoria me es fiel, creo que ése fue el momento concreto en que empecé a entender el motivo de la tristeza en la mirada de mi madre y su silencio atronador.

Fui creciendo a la vez que los gritos y los portazos en aquella casa del terror, preso en la misma cárcel que mi madre, asustado y callado, siempre esperando despertar de una pesadilla que vivíamos aun sin haber cerrado los ojos para soñar.

Día tras día mi madre temía la hora de la cena como el condenado teme la salida de su celda camino a su ejecución, entraba en un estado de excitación incontrolable, las manos le temblaban y hasta la cara se le tornaba del color de la cera, -¿cómo vendrá hoy?- pensaba. Llegué a odiar el tintineo de todas las llaves del mundo, el de las llaves de la señora Carmen cuando abría su puerta, el de las llaves del conserje cuando nos abría la cancela del colegio y hasta el de las mías cuando hoy, y con el paso de los años, entro en mi casa. Noto cómo taladra mis tímpanos y horada mi cerebro, como un gusano carnívoro y despiadado que engulle mis sesos dejándolo como un queso de gruyère.

Recuerdo un día de calor sofocante de agosto, yo andaba por la casa en pantalón corto y con una camiseta blanca de tirantes mientras mi madre sudaba en la cocina al calor del vapor de una olla en la que hervía patatas -íbamos a comer ensaladilla rusa, mi plato favorito- recuerdo su vestido de flores verdes y amarillas sobre un fondo azul cielo, con unos pequeños tirantes sobre sus menudos hombros y un escote cuadrado más que modesto. Apartó la olla del fuego hacia un lado y pensando que le daría tiempo antes de que llegase su marido, decidió bajar a por una barra de pan para el almuerzo. Yo me encerré en mi habitación a escuchar música con los auriculares puestos.

Cuando llegó a la casa con la barra de pan bajo el brazo, se sorprendió al ver a mi padre sentado a la mesa mirándola fijamente.

-¿De dónde vienes con esa pinta? ¿Eh?- la interrogaba mientras se erguía apoyando las manos sobre la mesa.

-He bajado un minuto a por el pan.

-¿Y no te da vergüenza ir enseñando las tetas por la calle?

-¡Ay Miguel, no exageres! No enseño nada con este vestido. Hoy hace mucha calor y recordé que lo guardaba en el armario desde hace muchos años. ¿Recuerdas?, me decías que estaba muy guapa con él, que daba alegría a mi pálida cara…

-¡Pues ya no me gusta, no quiero que te vayas exhibiendo por ahí!- le decía a la vez que de un tirón le desgarró el vestido.

Ella intentó protegerse de aquel monstruo y de espaldas dio tres pasos hacia atrás con la mala fortuna de topar con la olla que cayó al suelo llenándolo todo de patatas y de agua espumosa.

Cuando salí de mi cuarto me crucé con mi madre medio desnuda que corría hacia el dormitorio llorando. -¿Qué pasa mamá?- No me contestó.

Al entrar en la cocina encontré a mi padre refunfuñando –¡recoge eso que ha tirado la inútil de tu madre! ¡Es que no sirve para nada, sólo para enseñar las tetas por la calle!- Se dirigió hacia el pasillo gritando -¡y tú, deja ya de llorar y prepara algo para comer!

(Continuará...)

lunes, 8 de noviembre de 2010

UNA VIDA ROTA (1ª Parte)

"Todo el mundo sabe que, cuando el Príncipe Azul despertó a la Bella Durmiente, tras un sueño de cien años, se casó con ella en la capilla del castillo y, llevando consigo a la mayor parte de sus sirvientes, la condujo, montada a la grupa de su caballo, hacia su reino. Pero, ignoro por qué razón, casi nadie sabe lo que sucedió después."
                            "El verdadero final de la Bella Durmiente".- Ana María Matute

 
Reparé en el goteo implacable de las agujas del reloj avanzando entre las horas de su esfera, lentas, cadenciosas, arrastrándose por el círculo de los minutos, segundo tras segundo, como nunca mis oídos repararon en él. Siempre me pasó desapercibido el tictac del tiempo en esa casa de ruidos, como se ahoga en el crepitar del agua sobre las ventanas la gotera de un grifo mal cerrado un día de lluvia torrencial.

Encima de la cama, recostado sobre las flores azules de la colcha, me esperaba el traje negro con camisa blanca y corbata de luto, con el pantalón derramado por el borde del colchón hacia la alfombra, como los relojes derretidos del famoso cuadro de Dalí. En el suelo, los zapatos con cordones de las ocasiones especiales se alineaban en perfecto estado de revista, brillantes y más negros que nunca, como dos espejos de azabache, dispuestos a acompañarlo en su último paseo por el mundo de los vivos.

Me acerqué a la ventana de mi habitación, el día se deslizaba bajo un sol de otoño reticente a abandonar las pasadas calores del verano. Al final de la calle, en la esquina junto a la panadería, aún se mantenía en pie el quiosco del señor Matías, con sus paredes de chapa azul y una pequeña ventanilla por la que el quiosquero asomaba sus ojillos chispeantes de ratón, como dos canicas negras. Allí, todos los domingos acudía de la mano de mi madre a comprar cinco sobres -a veces seis- con los cromos de los futbolistas de la última liga. Luego cruzábamos la calle en dirección al parque de San Andrés en el que siempre ocupábamos el mismo banco de hierro forjado, yo abría mis sobres de cromos y ella, simplemente disfrutaba en silencio -apenas me dirigía dos o tres frases- de la brisa fresca de los días de invierno y de los tibios rayos de sol que se colaban tímidos por entre el ramaje de los árboles. La recuerdo mirando hacia el cielo para atrapar todo el azul en su retina, luego cerraba los ojos y llenaba su pecho con todo el aire que podía, y se dejaba llevar por los olores de su memoria.

Mamá había nacido en Los Encinares, un pueblo de unos cinco mil habitantes, a cincuenta kilómetros de la capital. De pequeña fue una niña muy alegre, de ojos almendrados y sonrisa perenne. Jovial y de agradable trato, la niña de los ojos de su padre. La primera de su clase en el colegio, muy pronto comenzó sus estudios de bachillerato en el Instituto San Blas, en La Fontana, un pueblo cercano y al que acudían todos los jóvenes de Los Encinares para completar sus estudios antes de comenzar la carrera.

Tenía pensado estudiar Magisterio, siempre le gustó la enseñanza y solía ponerla en práctica dando clases particulares a los chicos de los cursos inferiores. Apenas ganaba para algún capricho, pero su interés no era el dinero, quería enseñar lo que sabía, esa era su mejor recompensa.

Aquel verano -una vez acabado el Bachillerato tras un año de duro trabajo y estudio- se propuso vivirlo a tope, y empezaría por disfrutar de las fiestas del pueblo. Fue entonces cuando conoció a mi padre. Paseaba con una amiga por las atracciones de la feria y -por esa intuición que llaman femenina- hacía rato que se sabían seguidas de cerca. De pronto notó en la espalda el roce de su pecho -¿Cómo te llamas?- le preguntó. Pensó en echar a correr, sin embargo contestó tímida –Pilar ¿y tú?-, él se colocó a su altura -yo Miguel-, dijo y siguieron el paseo.

Tras ese primer encuentro siguieron viéndose todas las semanas. Miguel acudía en moto para ver a su novia desde su aldea, una pedanía de La Fontana. Se enamoraron como sólo se enamoran los adolescentes, ella sólo tenía vida para él y -aparentemente-, él sólo ojos para su novia. Pronto, Pilar soportó algunas escenas de celos infundados, de esos que se perdonan una y otra vez porque la venda con que el amor nos vela los ojos, apenas si nos deja intuir el eco de las voces que rondan a la lógica y a la razón.

Muy pronto decidieron casarse a pesar de las opiniones contrarias de mis abuelos. -Es tan joven…-, pensaban.

-No hace falta que os precipitéis, espera a acabar tu carrera y luego Dios dirá.- Intentaba su padre disuadirla sin éxito.

-Miguel ha encontrado un trabajo en la ciudad y queremos estar juntos ¿no lo entiendes papá?

-Sí lo entiendo, pero tú debes comprender que te juegas tu futuro, tu independencia… tu vida. La vida es larga y regala tiempo para todo.

Para finales de la siguiente primavera ya estaban casados, y a los diez meses, yo en el mundo.

Pasé mis primeros años de vida como cualquier niño normal, cuyo único problema era lograr cambiar los cromos repetidos con sus amigos, y la mayor felicidad comprobar que al álbum sólo le faltaban siete futbolistas para completarse del todo.

Vivíamos en un piso de tres dormitorios, en una tercera planta de un bloque con fachada de ladrillo rojo y terrazas estrechas que daban a la calle Los Almendros, no muy lejos del centro de la ciudad, en un barrio de clase media trabajadora en el que todos los vecinos se conocían de vista y por sus silencios al cruzarse en la calle o compartir ascensor. El piso tenía los muebles justos, sin lujos y con algunas fotos colgadas en sus paredes amarillas. Y mi madre, como un adorno más. Nunca faltaba de su sillón mecedora con los ojos clavados en la televisión y los dedos ágiles hacia adelante y hacia atrás engarzando flores de ganchillo, unas con otras, para un futuro mantel. Hoy, al recordarla en su sillón mecedora, me parece verla tejer los agujeros de su alma, todos los días los mismos rotos que se volvían a rasgar una y otra vez.

(Continuará...)


jueves, 4 de noviembre de 2010

MES FRONTERA

       "La gente silenciosa tiene mucho que decir, sobre todo cuando no habla.”
                                                           Andrés Neuman “El viajero del siglo”



Ahora que ya se fue el verano me despierto antes de que la claridad recoja su nombre en el cielo, me asomo a la terraza y me siento descaradamente única e importante, como si el sol esperase mi aviso para ganarle al horizonte la partida. Dicen que los meses de otoño bien podían llamarse añoranza, tristeza y melancolía, que los ojos se sienten atraídos por el suelo y que a veces vemos nuestros sueños rodando por el asfalto resquebrajados por el viento.
Quizás salir a la calle en esta ciudad extraña en la que no queda una esquina tras la que refugiarse del calor y del frío a partes iguales, sea mi única vía de escape para soltar lastre dejando caer mis sueños por las aceras y dejarme morir un rato, dejar de ser yo, mirarme desde fuera, vaciarme todos los huecos. Y llenarme los vacíos tan sólo de aire. Y caminar despacio, tragando esquinas y edificios, empujada por el viento que me lleva a un palmo del suelo y a dos centímetros de tocar el cielo.

Después hay que saber volver, reconocer las emociones encontradas en las pupilas de la gente, el roce de una mano en las heridas y el regalo de una sonrisa colgada de un rizo de mi pelo, y dejar que los dedos se desangren en palabras que las cuenten.

Estoy convencida de que esta ciudad extraña, este mes frontera y yo, estamos hechos a medida.


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