“Para escribir sobre una ciudad
hace falta haber sido previamente poseído por ella.”
Antonio Muñoz Molina (Córdoba de los omeyas)
Hoy me topé con esta fotografía por casualidad, y vino a mi memoria el recuerdo del año en que me empeñé en estudiar Derecho. Es sorprendente la facilidad que tenemos para alejarnos de los momentos vividos que ni nos hacen sonreír ni nos provocan tristeza o dolor, simplemente forman parte de nuestra vida en la que se supone que también hay momentos insustanciales e irrelevantes. Son recuerdos que olvidamos en el doble fondo de la memoria y rara vez salen a la luz.
La calle Deanes, alfombrada de cantos húmedos y lisos por el paso del tiempo y que erguía sus paredes al cielo impidiendo el paso de los rayos del sol, enlazaba la Facultad de Filosofía y Letras con el centro de la ciudad. En esta Facultad también se estudiaba Derecho a la espera de la construcción de su propio edificio, y se sabía perfectamente por la indumentaria de los estudiantes los que eran de Filosofía y los que éramos de Derecho. Vaqueros y pañuelos enroscados al cuello vivían en (casi)perfecta armonía con tacones altos y jersey al hombro. Siempre me pregunté qué hacía yo en medio de aquella gente tan bien vestida desde primeras horas de la mañana.
La calle Deanes, en pleno corazón de la Judería cordobesa, era un hervidero de turistas entre estudiantes que iban y venían o buscaban un ratito al calor de un café en “la Albolafia”, bar típico de la calle y al que nunca he vuelto tras dejar mis estudios de Derecho. Sus mesas bajas y sus vidrieras de colores en las ventanas que dejaban en penumbra el local, te transportaban a la época árabe de la ciudad, o eso pretendía la decoración.
Poco más puedo recordar de aquellos desempolvados días de Derecho y de paseos por la sombría y fría calle Deanes en los que ni estudié lo suficiente ni hice amistades inolvidables, aunque al mirar la fotografía sí recordé como algo muy especial y hasta un tanto peligroso un hecho que viví en la calle Deanes años después, una Semana Santa inolvidable en la que me pateé todas las calles del casco antiguo y gracias a la cual aprendí a querer a esta ciudad y a mirarla con otros ojos, unos ojos admirados y emocionados:
La noche se posaba suave sobre nuestras cabezas con toda la negrura templada de una avanzada primavera, en el claro de luna que tapizaba las fachadas blancas se proyectaba su sombra que caminaba despacio con la devoción con que se entra en los lugares sagrados, y a lo lejos, el silencio se aproximaba como un reguero de sangre que inevitablemente nos alcanza los zapatos. Por la estrechez de la calle se acercaba Ella besando con sus varales la cal de las esquinas. Mantuve la respiración adhiriendo el estómago a la pared cuyo aliento tibio me silbaba en la nuca a su paso. Noté el olor de la madera de las andas a dos centímetros de la nariz, se me paró el pulso por un momento y sólo pude tomar aire cuando vi alejarse su manto camino a la Catedral.