António Lobo Antunes “Segundo libro de crónicas”
La muerte ha dejado de ser una noción, una palabra con la que dar nombre a la ausencia de alguien ajeno por lo lejano en el tiempo. Cuando yo era niña, la muerte era un marco en la pared con la imagen de un joven vestido con su mejor traje y zapatos relucientes cruzados en postura fingida, o la de una señora de mirada ausente con moño en la nuca y pendientes de perlas negras. Eran la muerte, siempre estuvieron allí, enmarcados en la pared, y desaparecieron con los muebles, las cortinas, las paredes, la casa, y mis abuelos.
Hago memoria y recuerdo el silencio de mi abuelo sentado en una silla apoyada en la pared de la fachada de la casa. Recuerdo cómo canturreaba entre dientes, apenas se le oía, y miraba a lo lejos, hacia los sembrados salpicados de girasoles, y yo veía en sus ojos azules un campo preñado de flores amarillas. Estaba como ausente, esperando otro día, y otro, y otro… hasta que su ausencia se levantó de la silla para mirar hacia los girasoles desde un marco en la pared. Fue entonces cuando la muerte me empezó a doler, y con el paso de los años y la ausencia de los seres queridos, la muerte ha dejado de ser una noción sin nombre enmarcada en la pared. Ahora me hablan con los ojos, los siento cerca y me duelen, porque cada ausencia de alguien querido nos amputa un trozo por dentro, el corazón deja de ser un todo y se convierte en un latido de trozos de piel fina y quebradiza que a la mínima se rompe si aireas las sábanas de la memoria.
Has vivido con ellos y han desaparecido obligándote a aprender a vivir, y aprender a vivir es aprender a morir. Porque la muerte no tiene nombre si no te toca la piel del corazón.