"A veces escribo para que no se me olvide"
Juvencio Valle
El siguiente paso tras vivir y sentir cualquier momento de tu vida es retenerlo en la memoria como principal testigo de tu historia. Y yo, que a veces escribo, quise dar forma a mis recuerdos más emotivos materializándolos en palabras, no sé si para no olvidarlos nunca o para que ellos nunca olviden que yo fui su actriz principal.
Así fui llenando mi cuaderno con el eco de las párvulas risas en aquellos veranos de aguas transparentes y cielos estrellados, de cómplices lunas y juegos de niños en el patio del colegio. He vaciado los cajones donde se me apilaban los olores, los besos, las riñas, el frío, los te quiero que nunca dijimos y los abrazos que nos dimos. He sacudido las alfombras y desempolvado añejas historias de amigas para toda la vida con fecha de caducidad. Retrocedí las manillas del reloj y regresé a mis calles y mis fotos en blanco y negro para reconocerme en la mirada oscura de una niña de ojos tristes, media sonrisa y tirabuzones en las coletas. Recuerdos que siempre dejan un regusto dulzón y amargo en el cielo de la boca. Dulzura, añoranza y alguna decepción.
Y he vuelto a ser feliz recordando que lo fui.
Pero también tuve la necesidad de vaciar en una página en blanco todo lo que me pellizcó el alma y lo que me la besó, lo que me decepcionó, lo que me erizaba la piel, mis contradicciones y mi mejor versión, lo que empuja a una lágrima para saltar al vacío derramando recuerdos por las mejillas, y lo que me dolió hasta romperme la vida en dos. Tormentas que estallan por dentro buscando certezas y que sólo encuentran respuestas veladas cuando llega la calma. Y momentos en que no fui capaz de destilar por los dedos lo que me bullía en el envés de las entrañas. Qué desalentador necesitar una frase precisa que nos haga sentir que la sangre sigue corriendo y comprobar que por más malabares que hagas con las sílabas no acaban de encajar en la pirámide.
Cuando el corazón me estalló en mil pedazos sólo tuve una herramienta para repararlo, la palabra. Me convertí en un lanzador de cuchillos, asaeteé cada página de mi cuaderno lanzando palabras envenenadas a una diana imaginaria para vaciar el dolor que me recorría las entrañas letra a letra, a la vez que sentía cómo se recomponía mi corazón a golpe de metáforas.
Textos que resultaron ser terapéuticos para mi alma.
Entonces no me importaba nada, ni siquiera ser víctima de la incomprensión o la crítica por la oscuridad, la hiel, el peso plúmbeo de mis palabras. Me hice un ovillo y anidé en el rincón más oscuro de un callejón que parecía no tener salida. Nada de luz, ni colores ni horizonte a lo lejos, ni siquiera el eco de las risas de antaño. Me ahogaba en el lodo y al menos chapotear en él me permitía seguir respirando. Andaba perdida en una selva negra de la que sólo podía salir a machetazos, aunque a veces las palabras se rebelaron contra mí dejando mi espalda llena de arañazos.
Hay quien llora para aliviar su dolor, y yo, a veces, escribo.
Escribir era mi medicina, el pegamento que unía las piezas de mi corazón, mi catarsis, mi alivio, mi placebo, mi tirita.
Y ahora que he vuelto a escuchar el latido, el tiempo me pide que me despreocupe, que respire, tregua para mis palabras exhaustas. Una especie de vacación para mis tormentas y mis fantasmas. Sólo conjugo la palabra justa que me impida caer de nuevo, la acuno, la balanceo hasta que consigo decirlo todo con un sencillo silencio, lástima que no siempre sabemos leer los silencios. Y he vuelto a escribir cuando lo he necesitado para remontar el vuelo a pesar de no ser capaz de levantar los pies del suelo. Me arriesgué trazando curvas peligrosas en busca de amores rectilíneos en carreteras secundarias. Me he contado cuentos y a veces me los he creído.
Hoy tengo las ideas en oferta y un cuaderno de rebajas.
Pero a veces miro hacia atrás y releo lo escrito, y en cada texto me intuyo como si un cristal esmerilado reflejase mi imagen, y siento vergüenza, pudor y hasta culpabilidad. Me convertí en un poeta mediocre, de esos que nunca rompen sus malos poemas, y mi cuaderno en una especie de diario incompleto que mostraba de mí más de lo que yo imaginaba. Vergüenza como si estuviera desnuda en un escaparate a la vista del mundo, con el alma derramada mostrando mis miserias y mis miedos. Y culpable por haber fingido, por haber jugado al escondite con las palabras. Por haber mentido. Hoy confieso que nada de lo que he escrito es cierto, y sin embargo todo es verdad. Representante de un papel, una fingidora que en medio de tanta mentira no podía ser más sincera. Esconderme detrás de las palabras ha sido la manera más eficaz de encontrarme. Me he dado en cuerpo y alma sin necesidad de traducción. Soy yo, sin trampa ni cartón.
Y es ahora cuando me doy cuenta de que todo se me ha confundido en la cabeza, nada es ficción pura pero tampoco realidad objetiva. Los sentimientos se han reído del momento y del tiempo, se han reído de mí y han salido a flote cuando les ha dado la gana. Qué difícil seguir la línea del sendero sin hacer ninguna concesión.
Probablemente escribir sea todo esto, una mezcla de realidad y ficción, te asomas por entre los renglones, y a pesar de llevar siempre una máscara, no deja de ser tu baile de disfraces.
Ahora tengo la certeza de que todo el que escribe sobre algo acaba por encontrarse de bruces consigo mismo.
Quizá por eso, a veces escribo.
Nota: El texto ganó el primer premio del III Certamen Literario Antonio Pérez Oteros de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos.