domingo, 1 de septiembre de 2019

LO APRENDIDO



"Todo el mundo sabe que, cuando el Príncipe Azul despertó a la Bella Durmiente, tras un sueño de cien años, se casó con ella en la capilla del castillo y, llevando consigo a la mayor parte de sus sirvientes, la condujo, montada a la grupa de su caballo, hacia su reino. Pero, ignoro por qué razón, casi nadie sabe lo que sucedió después."

 "El verdadero final de la Bella Durmiente".- Ana María Matute       
 
                                            



   

La recuerdo vestida de luto siempre, apenas se permitía la gama de los grises en los cuadritos vichí de su delantal y el blanco de una moña de jazmines  adornando su vestido todas las tardes de verano. Jamás olvidaré el aroma y el calor intacto de su pecho al acercarme al amparo de su abrazo donde dejar olvidado el cansancio como si regresara de un largo viaje.
Era el sostén de la casa y la casa la razón de su vida, la cocina y su despensa con olor a café, la pila de piedra blanca y el pozo gris, sus azucenas y sus lirios y las rosas en la puerta, y una mecedora de madera que crujía al vaivén de sus pensamientos al fresco de la noche. Su mundo empezaba y terminaba dentro de las lindes que abarcaba su mirada. Más allá no había nada conocido. En un mundo en blanco y negro, todos los matices son grises.
Mi abuela fue mujer de carácter, demasiado para una época en la que sólo te dejaban elegir los aderezos del puchero y el orden de la ropa en los armarios. Una más en los tiempos de los océanos, otro mástil, otra vela sin viento ni rumbo a la deriva de los calendarios. Callada como si en el  silencio se encontrara la razón de su fortaleza, como si al cerrar los labios pudiera sellar los resquicios, ser una mole ajena a la debilidad.

Mi madre llegó al mundo rodeada de hermanos, ellos eran cinco y ellas sólo tres. Disciplina obligatoria, respeto a los mayores y algún cazo inesperado a la cabeza de algún chiquillo era el camino más corto para aprender a obedecer. Eran los tiempos del miedo, la censura y el recato. Era el tiempo de los hombres.
Cuando no conoces otra vida, la que tienes te parece maravillosa. Bordar flores amarillas en las sábanas blancas e iniciales azules en las toallas de algodón era una magnífica manera de pasar tus mejores años adolescentes mientras esperabas a aquél con quien compartirlas. Mi madre llenó sus cajones de sábanas bordadas y aprendió a cocinar, ya estaba preparada para ser una magnífica media naranja.
En su horizonte compartir ilusiones con un hombre sin etiquetas, que se olvidara de lo que era y del papel que el mundo le imponía, sentir su caricia hasta que plegara la noche, dormir arropada entre sábanas limpias mientras le contara la misma historia una y otra vez hasta hacerla reír. Nada demasiado extraordinario, nada que no fuese posible y necesario para protegerla del frío de la calle. Pero la intemperie siempre acaba por colarse por los resquicios de las ventanas, acaba curtiéndote  la piel, y te haces la fuerte,  te revistes de orgullo, y  a cada paso del otoño aprendes a caminar entre la bruma para acabar por acostumbrarte a la lluvia y nunca más temer la llegada del invierno.
A veces la recuerdo callada mirando hacia el trozo de cielo que recortaba la tapia del patio, sé que sus pensamientos volaban más allá de los muros de lo aprendido imaginando la vida de todas las mujeres que la habitaban. Nunca se permitió pedir, quizá por ello recibió mucho menos de lo que se merecía. Nos hizo felices y al cabo se sintió feliz.
Qué perfecta mitad fue mi madre.

Yo siempre supe que no quería ser la mitad de ninguna naranja, yo aspiraba a rodar cual naranja completa. Ningún valor nos ofrece la moneda de una sola cara. Quería equivocarme, avanzar o retroceder, hacer y deshacer,  y estirar los brazos hasta hacer ceder los muros de lo aprendido, aquéllos contra los que tantas aspiraciones chocaron a lo largo de la historia. Quería dar espacio a mi libertad  dejándome llevar por la magia de los días, y hacer posible hasta lo imposible.
La revolución tocaba a las puertas de los tiempos, pero apenas se entreabrían se daba de bruces con una realidad tozuda muchas veces sostenida por nosotras mismas.  Ahora tengo la certeza de que para cambiar algo hay que hacerlo desde dentro, nada nos transforma si no ponemos todo el latido, y no existe fuerza más poderosa que la que destila el latido de miles de corazones con nombre de mujer.

Hoy miro a mi hija con admiración, se reivindica capaz e igual sin rechazar su condición femenina. Se sabe grande y así la quiero. Aspira a crecer más allá de las lindes de sus fronteras, nada ni nadie le impedirá creer en su propio brillo, sólo su voluntad y sus miedos insalvables. No habrá paredes que la encarcelen para vivir, ni esperará una luna regalada, hay un cielo  plantado de estrellas que se derrama por las orillas para llenar el cuenco de sus manos.
Deseo que lleve aprendido todo lo que no querría ser, que pierda el miedo a ser feliz, que le dé la palabra al silencio o grite su voz a quien la quiera escuchar. Que se deje lamer las heridas o las ponga a sanar a pleno sol porque nadie manda en sus cicatrices. Que no se deje encerrar en el torreón de un castillo con foso y cocodrilos desde donde lanzar su trenza para ser rescatada. Dejar cerrada la puerta a la mentira cuando toca para no reconocerse en los espejos ajenos. Hay noches que conviene dar un paseo y no amanecer con sudores fríos, porque las noches sin palabras están condenadas a morir.
El destino se puede cambiar, el sol está en nuestro signo, y cuando anochezca vendrá la luna a ocupar su lugar y entonces será lo más.
Dejemos que la belleza siga currando.


 

Nota: El texto ganó el segundo premio del V Certamen Literario Antonio Pérez Oteros de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos.

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