“¡Qué sentimientos tan inefables le inundan a uno cuando después de una ausencia de muchos años se vuelve a poner el pie en el lugar por donde discurrió la primera infancia! Parece como que hasta el más mísero hierbajo se vuelve para vernos pasar e inquirirnos por las causas de nuestro retorno”.
Miguel Delibes “La sombra del ciprés es alargada”
A veces pienso que existieron tus lugares cuando yo existí, porque ahora soy otra, y aquellos rincones ya no son. Eran fotogramas de una película en blanco y negro que yo conocía como las líneas de las palmas de mis manos, y que por alguna razón incomprensible, alguien fue coloreando sin mi bendición. Ahora me resultan extraños, y ellos no acaban de ubicarme en sus ángulos de color.
Apenas logro ceder a lo que el tiempo y la razón intentan hacerme aceptar. Que todo cambia, y aquellos lugares también, o desaparecieron, o fueron sustituidos por otros, o son los mismos con reflejos de otra luz. O somos nosotros los que hemos cambiado. Y el retorno inevitable a ti, al lugar donde he sido feliz, me deja un amargo sabor a metal en el cielo de la boca, y los ojos atravesados de ráfagas de dolor (o de color).
Y aunque vuelvo una y otra vez a tus calles, a tus adoquines, no logro atravesar el muro que la ausencia y la distancia levantaron entre aquella niña y sus calles en blanco y negro y la mujer que soy. Seguramente porque siempre se me dio mejor mirarte en blanco y negro que en color, y a la mínima que me descuido vuelvo a recorrerte dando círculos entre mis recuerdos.
Hoy regreso al pueblo de las fotografías de papel, al que me guardaba el rincón del asilo en el paseo, allí donde el calor de la mañana se atrincheraba hasta el anochecer; al que tenía peces en el saltador y pájaros en una enorme jaula alrededor del tronco de una palmera… Al que sólo existe en los negativos que se gestaron en el útero oscuro de las cámaras de fotos.
Ya no existen ni siquiera los sonidos que me ubicaron en tu seno y celosamente atesoré por los rincones de mi memoria. ¡Cómo olvidar aquel aviso a las dos de la tarde para ir a almorzar! Era el más exacto reloj que marcara las horas de un niño,…¡la sirena de la fábrica de orujo! Apenas daba tiempo para comer y salir callejón abajo a toda prisa, antes de que la campana del colegio martilleara mis oídos para entrar en las vespertinas clases.
Recuerdo la sinfonía desafinada de las voces de los chiquillos entrando en las aulas seguido del más apacible de los silencios, apenas roto por el trino incesante de los pájaros en las moreras. ¡Qué espectáculo de luz entreverada en tonos verdes y morados! No hay mejor paraíso para el primer bautizo al vivir de un niño que el patio de un colegio.
Hoy mis pies dibujan las calles que ayer patearon mis zapatos infantiles en busca de algún resto de aquel polvo que los cubrió, pero el viento de los años no perdona, y con su vals de los días lo fue arrastrando lejos en su nube del tiempo, dejando en su lugar un pavimento gris, frío y duro, como el de los corazones cerrados a cal y canto.
Pasear tus calles alimenta el hueco de la soledad que me regalas, da igual la esquina, la plaza o la bocacalle, siempre la encuentro al acecho, dejando en mi alma la misma sensación que la lluvia tras el cristal de una ventana cerrada.
Pero vuelvo, siempre desando el camino que me regresa a ti entre olivares, aunque sé que tú no me esperas, que duermes en tu lecho de verdes irisados, …ajena, forastera. Siempre a tus cosas.
Me miras de reojo, como reprochándome la vuelta, -a qué vienes ahora- pareces interrogarme sin mucho interés por la respuesta. Y sabes que me duele, que siento como cuchilladas frías en el mismísimo tuétano tu indiferencia. Y a veces me siento una extraña en mi propio paraíso (perdido). Es imposible zambullirse en el pasado sin salir lleno de arañazos. Así ando, con el alma escindida, ya no sé si te pertenezco o si eres mía.
Yo… yo sólo quiero que me acaricies con la mano de luz de tus mañanas y que tus brazos me rescaten de la soledad que me acecha al doblar cualquier esquina oscura de tu invierno. Bailar las canciones que me cantabas al oído y sentirme cobijada bajo las alas de tu cielo.
No es pedir mucho si te pido que me quieras como yo a ti. Recuerda que yo no sería así sin ti en mis días, ni tus días los mismos sin mí. Ni tú ni yo podemos parar los relojes. Yo me iré, pero siempre quedará mi imagen en algunas de tus fotografías. Formamos parte de la misma historia y algunas de mis cicatrices llevan escrito tu nombre…Nueva Carteya.
Aceptaré que las cosas cambian, …y nosotros también. Y que existen tus lugares de siempre, que aunque parecen distintos, aún se pueden apreciar mis huellas en tu pequeña historia de piedra, y que no existe una realidad sin tu sombra (que me persigue).
Que es mejor seguir el camino de frente, sin perder de vista el horizonte y guiar nuestros pasos hacia un futuro de colores.
Regresaré siempre a ti, a mi paraíso perdido, sabiendo que voy a descubrirte nuevos rincones. Que otros chiquillos correrán por tus aceras y otras parejas se enamorarán en los cómplices bancos de tus parques, …y hasta haré míos los sonidos de tu presente.
Y tú, ...tú nunca pienses que te abandoné, me fui, sí, pero cosida a mi alma llevo la tuya siempre. Eres mi segunda piel, en ella se aprecian todas las muescas de mis años jugando con los tuyos y allí me encuentro si me busco hacia dentro.
Nota: El texto ganó el primer premio del V Certamen Literario de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos.