Cuando no existe el futuro no cabe el miedo a encontrárselo de frente, y en mi paraíso no existía ese futuro amenazador que nos encara sin avisar cuando vemos pasar por nuestra vieja acera un año tras otro a velocidad de vértigo. Allí, cada tarde, el sol se derrumbaba detrás de los cerros rozándome la piel de niña y olvidando en mis pupilas todos los colores que vestía el cielo justo antes del anochecer, para renacer una y otra vez en un presente inacabable. Hoy sólo existe agazapado por los rincones más preciados de mi memoria, y recordar todo lo que en él viví me devuelve a borbotones toda una gama de sensaciones que hicieron de aquellos días el mejor legado que la vida dejó para mí, cuando aún no era consciente del tiempo que llevaba pegado a los talones con fecha de caducidad.
Alguien me dijo una vez que recordar que se ha sido feliz es una manera de volver a serlo, y yo lo vuelvo a ser, sin melancolía y sin tristeza por lo que ya pasó, y sí agradeciendo a quien corresponda que hiciera posible aquel paraíso para mí. Hoy, cuando evoco aquellos días, siento envidia de mí misma, y mataría por volver, aunque sólo fuera unas horas, a correr por aquel campo salpicado de amapolas mecidas por el viento.
Dicen que todos tenemos idealizada nuestra niñez, y creemos haber vivido los mejores años en ella, a veces borramos de un plumazo todo aquello que nos hizo sufrir, lo que preocupó y hasta atemorizó nuestro pequeño mundo infantil, y sólo recordamos, conscientes o no, el azul del cielo picoteado de nubes blancas y la suavidad del aire girando en nuestro gesto inmaduro. Sin embargo yo tengo la certeza de que mi paraíso fue una realidad, algo tangible, físico y corpóreo como mis pies sobre la tierra o este mismo papel en el que escribo, porque aún guardo el cosquilleo del agua helada del pozo en la garganta, y llevo tatuado en la palma de mis manos el aroma de las celindas y las azucenas que vestían de gala cada primavera la cuesta que llevaba hasta la casa de la huerta. Yo viví un sueño despierta.
El arroyo marcaba la frontera entre aquel mundo mágico y todo lo demás, cruzar el puente era el primer paso para zambullirse en otra realidad que iba más allá de un simple mundo infantil de juegos, era la vida plena colmando cada uno de nuestros sentidos, derramando sensaciones compartidas con aquellos a quien más quieres porque sí. Era un mundo desordenado dentro del más estricto orden que impone la naturaleza, podías correr, ensuciarte, mojarte la cabeza, tenderte en la hierba y hasta romper algunas normas.
Las estaciones eran la excusa perfecta para aprender el sentido y el por qué de todo lo que nos rodeaba, de todo lo que sucedía ante nuestros ojos ávidos de novedades. Éramos parte del ciclo de la vida que giraba en rededor de la mano de las leyes del tiempo que empezábamos a entender. La tierra era un mapa sediento tendido a nuestros pies que se bebía el agua que escapaba a toda prisa por un laberinto de regajos comunicados entre sí. Y en silencio, a horcajadas, casi a escondidas, podíamos escuchar el crujir de las matas que desperezaban sus brazos intentando alcanzar del cielo alguna nube huidiza.
A los ocho años ése, y no otro, era nuestro quehacer, observar para saciar nuestra curiosidad, atiborrarnos de olores, de tactos, de sabores, de colores, de emociones nuevas, …y jugar. Disponíamos de un sinfín de escondites, de rincones y árboles en donde crear y dar rienda suelta a la imaginación. No necesitábamos muñecas de goma ni coches a pilas, teníamos un arsenal de palos y piedras, hojas de níspero, nueces verdes redondas como pelotas, un laurel que subía hasta el cielo dentro del cual desaparecer, un automóvil de piedra en el que viajar todos cuando no tenía sábanas blanqueando en lejía, y un castillo con comederos debajo de la higuera que nos prestaban los cerdos justo después de San Martín. Teníamos un nogal gigante, un níspero con tronco en forma de y griega y una legión de granados puestos en fila cual ejército en formación. Y la sensación inolvidable de tomar la fruta directamente de los árboles.
La casa era perfecta para perderse y no ser encontrado durante horas, recuerdo una habitación pequeña en la que había montañas de sal que brillaba como cuando miras a través de un caleidoscopio con un simple giro de muñeca, atravesada por los rayos de sol que entraban por una diminuta ventana; era como entrar en el jardín de las nieves y tenerlo todo para ti. Arriba, tras los peldaños de una escalera de cal, había un granero que olía a maíz y trigo, a la derecha, una camarilla de techo bajo guardaba celosamente una vieja gramola cubierta de polvo que bien hubiera servido de inspiración al mismísimo Bécquer, “del salón en el ángulo oscuro”. En la casa no había tiempo para el tedio, subir al pajar de puntillas y notar bajo tus pies el crujir del suelo, salir al patio a espantar a las gallinas, esconderte en la piconera y salir con la cara tiznada de negro, escapar de la lluvia y ponerte a salvo en la cuadra hasta ver caer, por la ventana que daba a los rosales, muy lentamente, las últimas gotas de las hojas de la enredadera que daba sombra a la alberquilla. Recorrer los maizales, aquel mar infinito sin horizonte, y descansar alrededor de la chimenea tras batallar en nuestra pequeña patria sin bandera.
Aquel rincón de la cocina nos reunía para el silencio y también para la fiesta, su recuerdo, cada año, me aviva con el chisporroteo de sus llamas, el verdadero sentido de la Navidad, cuando la familia engalanaba la mesa y no los platos más elaborados.
Pero sin duda, el lugar principal, el epicentro, el punto alrededor del cual giraban los días azules en nuestro paraíso, era el recinto de la alberca. Los veranos se convertían en un punto y aparte en la monotonía de nuestras vidas de escuela, disciplina y horarios, cuando todos los caminos eran posibles y el mañana una promesa que nadie se afanaba en cumplir. Era tiempo de piel y de agua transparente. El sol sólo iluminaba el celeste de cada estío, nunca llegaba a quemar lo suficiente las lindes de la tarde, y el silencio se hacía utopía bajo la sombra de una parra. Por la noche, cuando el aroma de los jazmines se hacía más intenso y las sombras buscaban su sitio, un cielo oscuro, casi negro, desplegaba su seda de mago para que pudiéramos contar una estrella tras otra con la complicidad de la luna.
Sé que me faltan palabras para expresar todo lo que aquel lugar significó y aún significa en mi vida, las busco y no las encuentro, me afano inútilmente en hallar la expresión precisa, la frase perfecta para definir la atmósfera que nos rozaba en aquel paraíso, algo creado por no sé qué inmensa fuerza del universo y que sólo se siente en el lecho del alma.
Hoy, cuando paseo por las calles que un día fueron la tierra de mi paraíso, no veo aceras ni farolas ni casas, sólo consigo ver los escombros del lavadero y los muros derribados de la casa de la huerta. Pero me reconforta pensar que guardan el eco de mi párvula voz, y que existen huellas que aún reconocen mis pasos.