“Debemos arrojar a los océanos del tiempo una botella de náufragos siderales, para que el universo sepa de nosotros lo que no han de contar las cucarachas que nos sobrevivirán: que aquí existió un mundo donde prevaleció el sufrimiento y la injusticia, pero donde conocimos el amor y donde fuimos capaces de imaginar la felicidad.”
Gabriel García Márquez
A veces imagino que no nací en este lado del planeta, que otro sol tatúa las arrugas en mi frente y que una tierra roja, seca y estéril se escapa de mis manos con la misma celeridad que la fina y dorada arena de una de esas playas que dormita en la memoria de un viejo cajón. Y me descubro dando las gracias a un Dios inexistente por permitir que mis ojos sean testigo un día más del azul que se esconde tras este cielo de grises al que siempre llamo sin obtener respuesta; porque allí, en ese mundo sin Dios, se pierde en la inmensidad de la nada el eco de todas las súplicas, de todos los llantos, los chillidos de dolor, los rezos, y el más mínimo atisbo de humanidad.
Hay días, de esos tontos, en que sin proponérmelo, vuela mi pensamiento y hasta los huesos notan la gravedad del vuelo, y me voy, lejos, a la otra cara de este mundo, ésa que ninguno llegamos siquiera a imaginar, allí donde las palabras han perdido su verdadero sentido y se han convertido en certera metralla, un lugar donde no queda sitio para el amor ni la poesía, ni siquiera para la risa de los chiquillos. Es difícil sonreír a boca llena cuando en el estómago caben todos los vacíos, y también en el alma. No hay ternura ni metáforas que alimenten un espíritu desvencijado, tanto como el puñado de huesos y piel que a duras penas me sostiene en pie.
Imagino que reposo mi cabeza sobre un viejo cojín venido no se sabe de dónde, bajo un techo de ramas que cimbrea la negrura de una noche sin paredes. Contar estrellas no evoca ningún recuerdo hermoso de la niñez, el único recuerdo de cuando era niña es el de los alaridos de mi padre cuando un día, antes del amanecer, se lo llevaron los soldados y nunca supimos por qué. La guerra para nosotros no es un período de tiempo, aquí las guerras se suceden una tras otra sin apenas algún intervalo para la paz, y clamar al cielo no sirve de nada cuando estás en el mismo infierno.
Me veo en mitad de una tierra de náufragos, sobrevivientes que arañan segundos al aire para seguir vivos en un eterno invierno. A mi alrededor chiquillos de miradas infinitas suplicando sólo una milésima parte de lo que se les niega por haber nacido en el lado del olvido.
Y la impotencia recorriendo el interior de mis venas como inquilino tozudo y al que nadie invitó.
Qué difícil mantener una ilusión, intentar conseguir un sueño en un mundo de desolación, hambre y guerra. No hay palabras de fe que calmen el dolor de quien vagabundea perdido entre decenas de almas sin futuro, y del presente lo único que importa es salir de aquí porque nadie llegó ofreciendo un mañana, nadie paró el reloj y dijo ya basta.
Este mundo delimitó sus fronteras con el trazo del saqueo, la tiranía y la injusticia, y un reguero de sangre inocente, poco a poco, va colmando las tripas de una tierra sedienta, insaciable. Quién sabe si al final acabará por estallar desde el interior, como un volcán cuya lava lo tiñe todo de rojo a su paso, volviendo a recolocar cada espacio desde más abajo aún que de sus propios orígenes.
Mientras, el tiempo pasa y no espera y hay que seguir viviendo aunque no se sepa cómo ni para qué. Se suceden los días con la sensación de que hay que hacer un ejercicio para todo, inventando una motivación constante para no tirar la toalla y seguir respirando. Buscando entre las piedras, arañando el agua bajo la tierra, y hasta esquivando las balas.
Este mundo es marrón a pesar de la luz que la mañana derrama sobre su lienzo.
Languidece la tarde, la noche deja caer su manto de silencio y miedo sobre el poblado, y la soledad, esa compañera indolente, más asentada que nunca se recuesta a mi lado, noto su aliento en la nuca, compartimos espacio, roba mi sombra. Con suerte, mañana seguimos vivos y hasta volverá a caer el maná del cielo. Siempre hay almas buenas y conciencias que aligerar de culpa, actos que nos hagan parecer más humanos.
En el aire miles de preguntas que es mejor no hacer: quién decide por nosotros, quién elige número y vez, por qué una vida vale según el lugar en que le tocó nacer.
Mis pensamientos siguen siendo cortos y acelerados, a trompicones como sólo pueden ser en un mundo de sobresaltos.
No existen los deseos, ni las ilusiones, ni siquiera la quimera de un sueño, y a pesar de todo decidimos seguir viviendo aunque sin saber cómo hacerlo, con la protección que brinda la intemperie.
Y la sequía pisándonos los talones.
Daría lo que fuera por mirar a lo lejos y atisbar un horizonte aunque fuese incierto, tener que decidir entre varios caminos y equivocarme, errar, tropezar, caer y volver a levantar las ganas; poder verlo todo desde el cielo, desde donde sólo miran los que tienen los pies bien asentados en el suelo, y luego poder contarlo sin dolor ni agonía martilleando mis sienes. Pero esta vida te ciega como cuando miras al sol de frente y tienes que cerrar los ojos para no deslumbrarte, y notas que estás en mitad de algo incierto, oscuro, que te hace imposible reconciliarte con ella.
Sé que me basta con abrir los ojos para descubrirme en una cama de sábanas de algodón con olor a recién planchadas, y que al levantarme el sabor de una taza de café acabará por entonar mi cuerpo. Luego una ducha caliente y una ciudad con miles de posibilidades al alcance de la mano. Pienso que ese mundo tan lejano en realidad está muy cerca de mí, viaja a través de mi almohada hasta aquel viejo cojín venido no se sabe de dónde. Pero no puedo sentir culpa por haber nacido en este lado, sí por la queja, la insatisfacción permanente, la debilidad, las nimiedades transformadas en montañas, los excesos, la codicia, la incapacidad de ser feliz a corazón abierto y, a veces, por no saber cuáles son las cosas que de verdad importan.
De golpe he aprendido que en la vida, cada día, nos exponemos al azar de una caída, un accidente de coche, una llamada que nos cambia la existencia, y para ello estamos más o menos preparados, pero que muy pocos de nosotros, o mejor ninguno, nos imaginamos víctimas de un azar caprichoso que nos haga nacer en el lado del hambre, la sed, la enfermedad, la guerra y la falta de ilusiones. Y que podemos negarlo durante años, silbar por encima de nuestro propio hombro, taparnos los oídos, cerrar los ojos, ojos que no ven… Pero la realidad es tozuda y no desaparece con sólo desearlo; se convierte en tema recurrente cuando escasean las noticias de interés y cíclicamente aparece en nuestros salones removiendo conciencias.
Sé que ninguna realidad cambia por plasmarla en palabras que la mayoría de las veces acaban relegadas al felpudo de los grandes eventos, pero al menos, creo, es un primer paso.
A veces imagino que nací en el lado equivocado.
Nota: El texto se presentó al I Certamen Literario Antonio Pérez Oteros de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos.