martes, 20 de septiembre de 2016

MAYO Y LLUEVE


                                                                     siete años de blog




                                                                                
 Mayo y llueve. Un tiempo desmandado que se ríe de los calendarios, un regalo para los que amamos el invierno a mediados de la primavera, un día de manta, café y libro.
            Frente a mí todo se conjura para que la inspiración fluya como gota de aceite que dibuja una a una las lindes de las baldosas que piso: la lluvia desorientada sombrea el paisaje tras la ventana, y un pájaro, siempre el mismo, deja su insistente trino sobre la baranda de mi terraza.
          Un día perfecto para escribir a pesar de mi torpeza, porque tengo la sensación de estar inmersa en un instante eterno y ni siquiera escuchar la lluvia sobre la ciudad vacía  hace que no me cueste empezar.
Mirar hacia la nada, dejar abiertas de par en par las puertas a los sentidos, sacar a la superficie el envés de mi corazón, abrirme y dejarme salir, respirar hasta por la yema de los dedos. Desparramar a mis pies vísceras y alma… y prestar a un teclado negro e inhóspito algo de lo que siento.
A veces me aferro a la tristeza como tabla salvadora, me demoro en los jardines marchitos, recuerdo los restos del desastre. Hablo con las sombras, quito la razón a los fantasmas, y mientras escribo me empeño en llorar como si esa afición fuera a durar para siempre. A pesar de todo intento huir del regodeo en viejas heridas que oprimen y ahogan y  no te dejan salir a flote, de llorar las lágrimas ya lloradas, incluso de las risas ya reídas. La vida no nos perdona que nos dejemos arrastrar por el fango del pasado, que malgastemos ese tiempo que nunca volverá, que se agota y no se compra.
Que insistamos en vivir lo ya vivido.
Pero qué poco sobre lo que escribir cuando se vive una felicidad sencilla aunque quebradiza, tranquilo con uno mismo y con todo lo que te rodea, cuando sólo nos altera el pensamiento la sensación de que en cualquier momento todo puede cambiar a peor. Porque sí, de vez en cuando, la mente me traiciona con esa idea y me la emborrona con trazo gris, como un rayo que rompe el cielo de mi sosiego, trayendo ese posible minuto que todo lo puede cambiar sin esperarlo y sin poder poner remedio.
La lluvia sigue cayendo sobre los tejados tras mi ventana. Qué de veces he deseado una lluvia de esas torrenciales que me llueva por dentro arrastrándolo todo a su paso, pero al final sólo siento que ando con goteras en el corazón encharcándolo todo.
Pasa el tiempo y el cielo sigue gris, cerrado y espeso como mi inspiración. Noto que las metáforas huyen de mí como las golondrinas de esta lluvia tozuda empeñada en arrastrar el polvo de las aceras hasta el útero de las alcantarillas. Quizá sea allí donde rebuscar para encontrar la palabra precisa, la frase perfecta, lo que nos inspira pero desdeñamos porque sabemos que nos hiere, como cuando llenamos un cajón de recuerdos que somos incapaces de tirar, porque al fin y al cabo forman parte de tu vida y hacen que seas tú y no otro, pero que queremos olvidar. Todo está allí, tan olvidado como presente, odiado y amado a partes iguales, en el trastero donde se acumula todo lo que hemos sido, lo que nos ha pasado, incluso lo que hemos idealizado de nuestro pasado.
Y sí, ha sido mucho lo disfrutado, lo sentido, lo llorado, pero es ahora, con muchos años sobre mi espalda, cuando me doy cuenta de que ha habido momentos, situaciones en las que  no he sido capaz de tirarme al barro con todas las consecuencias, y claro, me arrepiento. Hoy daría marcha atrás a mi reloj vital, y os aseguro que jamás volvería a desperdiciar mi tiempo en discusiones banales con personas de ésas que te restan energía y te agotan las ganas. Abrazaría mil veces más a mi padre o pasaría cientos de ratos más  charlando con mi madre sobre lo divino y lo humano, o sobre recetas de cocina, qué más da, cualquier cosa que nos mantuviera conectadas a cada instante. Gastaría las horas muertas de mis tardes en juegos de mesa con mis hijos, o me tiraría al suelo de la risa como una niña más con ellos, haría más veces de payaso para verlos reír hasta que el tiempo y la edad me hicieran parecer más bien una payasa intentando la complicidad de dos adolescentes.
A veces me embarco en ese tren de la memoria que me trae casi sin querer un regusto dulzón en la boca del estómago. Todo parece idealizado haciendo pasar por cierto el dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero yo ya sé que esa afirmación tiene poco de cierto y que lo que hoy vivo me parecerá lo mejor de lo mejor mañana. Es por ello que últimamente ando empeñada en estrujar al máximo cualquier momento que vivo. Sé que no me perdonaría con el paso de los años no haber sido capaz de aprender a vivir de tal forma que sólo me arrepintiera de haber hecho algo y no de no haberlo intentado.
Miro por la ventana. Lluvia, viento, oscuridad…, no sé qué significa esto, si hay que hacerle caso a las señales o un buen corte de manga al universo y continuar mimando a las musas. Conviene no olvidarlas durante tanto tiempo.
El día se pliega y la noche poco a poco se va recostando a mi lado y una triste bombilla da algo de vida a los objetos de la habitación, aún no he perdido la esperanza y tal vez también ilumine estas piezas que tengo dentro y que no dejan de moverse buscando su lugar en mi cabeza, lo mismo que las hojas húmedas que un despiadado viento se empeña en arrastrar por las aceras mojadas. O quizá deba esperar a que pase el temporal, recibir al sol que de tan alto nos deslumbra, dejarme llevar por la magia de los días que vendrán. Será el momento de abrazarse a los árboles, de saltar las hogueras y quemar en las llamas lo viejo, lo que no sirve, lo que nos frena, lo que nos impide. Será tiempo de escribir deseos que se harán realidad, palabras que se transformarán en vida y nos resucitarán de las muertes cotidianas, independientemente del tiempo atmosférico.

Y escribir, escribir para que todo sea cierto.




Nota: El texto ganó el primer premio del II Certamen Literario Antonio Pérez Oteros de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos. 
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