domingo, 1 de septiembre de 2019

LO APRENDIDO



"Todo el mundo sabe que, cuando el Príncipe Azul despertó a la Bella Durmiente, tras un sueño de cien años, se casó con ella en la capilla del castillo y, llevando consigo a la mayor parte de sus sirvientes, la condujo, montada a la grupa de su caballo, hacia su reino. Pero, ignoro por qué razón, casi nadie sabe lo que sucedió después."

 "El verdadero final de la Bella Durmiente".- Ana María Matute       
 
                                            



   

La recuerdo vestida de luto siempre, apenas se permitía la gama de los grises en los cuadritos vichí de su delantal y el blanco de una moña de jazmines  adornando su vestido todas las tardes de verano. Jamás olvidaré el aroma y el calor intacto de su pecho al acercarme al amparo de su abrazo donde dejar olvidado el cansancio como si regresara de un largo viaje.
Era el sostén de la casa y la casa la razón de su vida, la cocina y su despensa con olor a café, la pila de piedra blanca y el pozo gris, sus azucenas y sus lirios y las rosas en la puerta, y una mecedora de madera que crujía al vaivén de sus pensamientos al fresco de la noche. Su mundo empezaba y terminaba dentro de las lindes que abarcaba su mirada. Más allá no había nada conocido. En un mundo en blanco y negro, todos los matices son grises.
Mi abuela fue mujer de carácter, demasiado para una época en la que sólo te dejaban elegir los aderezos del puchero y el orden de la ropa en los armarios. Una más en los tiempos de los océanos, otro mástil, otra vela sin viento ni rumbo a la deriva de los calendarios. Callada como si en el  silencio se encontrara la razón de su fortaleza, como si al cerrar los labios pudiera sellar los resquicios, ser una mole ajena a la debilidad.

Mi madre llegó al mundo rodeada de hermanos, ellos eran cinco y ellas sólo tres. Disciplina obligatoria, respeto a los mayores y algún cazo inesperado a la cabeza de algún chiquillo era el camino más corto para aprender a obedecer. Eran los tiempos del miedo, la censura y el recato. Era el tiempo de los hombres.
Cuando no conoces otra vida, la que tienes te parece maravillosa. Bordar flores amarillas en las sábanas blancas e iniciales azules en las toallas de algodón era una magnífica manera de pasar tus mejores años adolescentes mientras esperabas a aquél con quien compartirlas. Mi madre llenó sus cajones de sábanas bordadas y aprendió a cocinar, ya estaba preparada para ser una magnífica media naranja.
En su horizonte compartir ilusiones con un hombre sin etiquetas, que se olvidara de lo que era y del papel que el mundo le imponía, sentir su caricia hasta que plegara la noche, dormir arropada entre sábanas limpias mientras le contara la misma historia una y otra vez hasta hacerla reír. Nada demasiado extraordinario, nada que no fuese posible y necesario para protegerla del frío de la calle. Pero la intemperie siempre acaba por colarse por los resquicios de las ventanas, acaba curtiéndote  la piel, y te haces la fuerte,  te revistes de orgullo, y  a cada paso del otoño aprendes a caminar entre la bruma para acabar por acostumbrarte a la lluvia y nunca más temer la llegada del invierno.
A veces la recuerdo callada mirando hacia el trozo de cielo que recortaba la tapia del patio, sé que sus pensamientos volaban más allá de los muros de lo aprendido imaginando la vida de todas las mujeres que la habitaban. Nunca se permitió pedir, quizá por ello recibió mucho menos de lo que se merecía. Nos hizo felices y al cabo se sintió feliz.
Qué perfecta mitad fue mi madre.

Yo siempre supe que no quería ser la mitad de ninguna naranja, yo aspiraba a rodar cual naranja completa. Ningún valor nos ofrece la moneda de una sola cara. Quería equivocarme, avanzar o retroceder, hacer y deshacer,  y estirar los brazos hasta hacer ceder los muros de lo aprendido, aquéllos contra los que tantas aspiraciones chocaron a lo largo de la historia. Quería dar espacio a mi libertad  dejándome llevar por la magia de los días, y hacer posible hasta lo imposible.
La revolución tocaba a las puertas de los tiempos, pero apenas se entreabrían se daba de bruces con una realidad tozuda muchas veces sostenida por nosotras mismas.  Ahora tengo la certeza de que para cambiar algo hay que hacerlo desde dentro, nada nos transforma si no ponemos todo el latido, y no existe fuerza más poderosa que la que destila el latido de miles de corazones con nombre de mujer.

Hoy miro a mi hija con admiración, se reivindica capaz e igual sin rechazar su condición femenina. Se sabe grande y así la quiero. Aspira a crecer más allá de las lindes de sus fronteras, nada ni nadie le impedirá creer en su propio brillo, sólo su voluntad y sus miedos insalvables. No habrá paredes que la encarcelen para vivir, ni esperará una luna regalada, hay un cielo  plantado de estrellas que se derrama por las orillas para llenar el cuenco de sus manos.
Deseo que lleve aprendido todo lo que no querría ser, que pierda el miedo a ser feliz, que le dé la palabra al silencio o grite su voz a quien la quiera escuchar. Que se deje lamer las heridas o las ponga a sanar a pleno sol porque nadie manda en sus cicatrices. Que no se deje encerrar en el torreón de un castillo con foso y cocodrilos desde donde lanzar su trenza para ser rescatada. Dejar cerrada la puerta a la mentira cuando toca para no reconocerse en los espejos ajenos. Hay noches que conviene dar un paseo y no amanecer con sudores fríos, porque las noches sin palabras están condenadas a morir.
El destino se puede cambiar, el sol está en nuestro signo, y cuando anochezca vendrá la luna a ocupar su lugar y entonces será lo más.
Dejemos que la belleza siga currando.


 

Nota: El texto ganó el segundo premio del V Certamen Literario Antonio Pérez Oteros de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos.

martes, 4 de septiembre de 2018

EL TRAZO DEL CAMINO


                                 "El mejor camino es el que se tuerce" 
                                                     Andrés Neuman     “El viajero del siglo”

He vuelto y ya no estabas.
Te busqué entre los claros de luz de las ramas de los naranjos, acercando mis oídos a las rendijas de tus infinitos muros, posando las yemas de los dedos sobre el polvo que cubre las tapas de los libros olvidados en el desván, reteniendo mil segundos los olores a pleno pulmón por si acaso decidieras, por si acaso me trajeras, por si acaso tú volvieras. He intentado rescatar para el presente lo que sólo vive dentro de mí, lo que sólo existe porque yo lo recuerdo, y a veces pienso que  contarlo no es suficiente para que no se diluya entre las palabras que desvanece un tiempo loco por huir.
Me encuentro en este lado de un puente derribado que nadie hizo por levantar tras la riada, y a cada salto que me acerca a la otra orilla noto cómo se aleja el paisaje, se difumina entre las nubes que anuncian tormenta, todo se vuelve inalcanzable, lejano, ajeno como un camino a las afueras de mis fronteras. Las sombras que dibujan los árboles se convierten en fotografías del pasado que cuentan nuestra historia a partir del humo y las cenizas.
Todo ardió en el incendio.
Intento seguir adelante, dibujar mi propio mapa de días arañándole al reloj una hora tras otra, una estrella tras otra, pero siempre me detengo en un mismo instante, y entonces se deshacen todos los esfuerzos por continuar el trazo de mi ruta. Me acerco a una reja imaginaria y entre los barrotes oxidados me veo lejos, distraída y feliz como sólo se puede ser con ocho, doce o catorce años, cuando el mayor de tus problemas es el examen de mañana y no existen cantos de sirena que te desvíen del camino. Casi puedo tocar las horas que caen lentas como trozos de algodón, y a la vez cantar canciones en idiomas inventados.
Veo pasar mi vida  como en un cine mudo, con imágenes en blanco y negro, y a pesar de ello brotan palabras de colores por todas partes, y donde menos te lo esperas hay un atardecer privado, sólo para mis ojos.
Y vuelvo a ser feliz.
Hoy vamos tan deprisa que los momentos que no nos paramos a vivir nos miran pasar desde el arcén, y cuando hace demasiado frío intentamos calentarnos los pies para seguir destrozando más suelas de zapato. Pero no importa lo mucho que corramos, las noches frías siempre nos sacan dos cuerpos de ventaja.
 Tenemos cogida la medida desde donde disparar y salir corriendo como si no hubiera pasado nada. Celebramos conquistas cotidianas, pequeñas victorias, falsas treguas. Aplaudimos que hemos remontado el vuelo antes de rozar el barro aunque sólo sea para caer tres metros más allá. Vivimos con la vista puesta en el mañana, olvidamos que sólo existimos hoy, y apenas si hemos aprendido nada del ayer.
Somos hámsteres en su rueda a ningún lado.
Creemos divisar la meta al final de un camino inexistente, sumergidos en la marabunta avanzamos a codazos con el fin de colocar nuestro estandarte de papel de periódico en el pico más alto, y una vez allí, llenas de arañazos la piel y el alma, compruebas que allá abajo, en la ladera de la colina, quedó tu vida, tus sueños truncados, algún proyecto compartido y todos tus recuerdos. Y sientes el frío atravesando tus huesos por el filo que más corta, el viento gélido del norte congela tus venas, y es entonces cuando eres consciente de la enorme soledad en la que vives, eres el hombre más solo del mundo.
Los días se acortan a este lado del jardín, tras los rosales sólo queda un pasado flotando en mi memoria y al que no puedo regresar, tampoco sería la solución, ningún tiempo pasado fue mejor, y como diría el poeta “al lugar donde fuiste feliz no deberías tratar de volver”. Pero de vez en cuando necesito mirar por entre los barrotes oxidados de aquella reja y ver a esa niña que feliz y despreocupada canta canciones en idiomas inventados, mientras las horas caen lentas como trozos de algodón.
Cierro los ojos, aspiro todo el oxígeno que entra en mi pecho y noto cómo todo se ralentiza a mi alrededor y toma otra forma. Entiendo que las cosas tienen un principio y un final, pero sólo importa el trazo del camino.
Sentir para vivir o vivir sólo para morir.
Hay curvas imposibles en carreteras secundarias que no debemos tomar muy deprisa si no queremos vernos en la cuneta.  Nos perdemos en lo accesorio, le damos demasiadas vueltas a lo obvio, andamos a la pata coja empeñados en perdernos en los márgenes del camino, incapaces de mirarnos a los ojos sin antifaz. Levantamos castillos de piedra que los años desmoronarán dejando nuestros pies hundidos en la arena,  volverán a supurar  las heridas que creíamos cerradas, viviremos a merced de un juego de aprendizaje continuo de ensayo-error.
Quizá nunca aprenderemos a ponernos a favor del viento, ni brindemos con champán porque nos tocó un juego de azar. Puede que nos sintamos desgraciados, que hayamos perdido muchas oportunidades, que quien creó el universo se olvidó de nosotros y nos alquila un mundo en continuo desahucio. Quizá nunca nos tiendan una alfombra roja a nuestro paso ni nos citen en los diarios de la mañana. Seremos esa pieza que pretende encajar en puzle ajeno. Pero jamás perderemos todo lo que nos pertenece, tenemos las certezas, los calendarios repletos de días para celebrar, un rincón a la sombra de unos brazos con vistas al mar  y un montón de lápices de colores para trazar las lindes de nuestro propio mapa.
A lo mejor sólo llegamos a ser nosotros.  
En realidad no hay vallas que nos impidan aventurarnos en otros territorios desconocidos, nada que nos prohíba buscar las flores que crecen en los lugares más altos, o inventar besos y abrazos incluso cuando no toca. Podemos ser un charco más tras la tormenta o ver de nuevo el sol aparecer.
Cada mañana la tierra se despereza y comienza desde cero una nueva oportunidad para ti, estaría bien sonreírle al amanecer y agradecer el día que te regala por estrenar. Cerrar los ojos para que no se escape ni un trocito de vida, alimentar las ganas sin excusas y sin promesas a la vuelta de la esquina. Así que antes de alimentar el fuego piensa que puedes cambiar las reglas si no te gustan, tú tienes las riendas y los lápices de colores.

A lo lejos suena una canción, tres pasos más y empiezas a bailar.





Nota: El texto se presentó al IV Certamen Literario Antonio Pérez Oteros de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos. 

sábado, 2 de septiembre de 2017

A VECES ESCRIBO





                                                  "A veces escribo para que no se me olvide"
                                                                                            Juvencio Valle   


El siguiente paso tras vivir y sentir cualquier momento de tu vida es retenerlo en la memoria como principal testigo de tu historia. Y yo, que a veces escribo, quise dar forma a mis recuerdos más emotivos materializándolos en palabras, no sé si para no olvidarlos nunca o para que ellos nunca olviden que yo fui su actriz principal. 

Así fui llenando mi cuaderno con el eco de las párvulas risas en aquellos veranos de aguas transparentes y cielos estrellados, de cómplices lunas y juegos de niños en el patio del colegio. He vaciado los cajones donde se me apilaban los olores, los besos, las riñas, el frío, los te quiero que nunca dijimos y los abrazos que nos dimos. He sacudido las alfombras y desempolvado añejas historias de amigas para toda la vida con fecha de caducidad. Retrocedí las manillas del reloj y regresé a mis calles y mis fotos en blanco y negro para reconocerme en la mirada oscura de una niña de ojos tristes, media sonrisa y tirabuzones en las coletas. Recuerdos que siempre dejan un regusto dulzón y amargo en el cielo de la boca. Dulzura, añoranza y alguna decepción. 

Y he vuelto a ser feliz recordando que lo fui.

Pero también tuve la necesidad de vaciar en una página en blanco todo lo que me pellizcó el alma y lo que me la besó, lo que me decepcionó, lo que me erizaba la piel, mis contradicciones y mi mejor versión, lo que empuja a una lágrima para saltar al vacío derramando recuerdos por las mejillas, y lo que me dolió hasta romperme la vida en dos. Tormentas que estallan por dentro buscando certezas y que sólo encuentran respuestas veladas cuando llega la calma. Y momentos en que no fui capaz de destilar por los dedos lo que me bullía en el envés de las entrañas. Qué desalentador necesitar una frase precisa que nos haga sentir que la sangre sigue corriendo y comprobar que por más malabares que hagas con las sílabas no acaban de encajar en la pirámide.

Cuando el corazón me estalló en mil pedazos sólo tuve una herramienta para repararlo, la palabra. Me convertí en un lanzador de cuchillos, asaeteé cada página de mi cuaderno lanzando palabras envenenadas a una diana imaginaria para vaciar el dolor que me recorría las entrañas letra a letra, a la vez que sentía cómo se recomponía mi corazón a golpe de metáforas. 

Textos que resultaron ser terapéuticos para mi alma. 

Entonces no me importaba nada, ni siquiera ser víctima de la incomprensión o la crítica por la oscuridad, la hiel, el peso plúmbeo de mis palabras. Me hice un ovillo y anidé en el rincón más oscuro de un callejón que parecía no tener salida. Nada de luz, ni colores ni horizonte a lo lejos, ni siquiera el eco de las risas de antaño. Me ahogaba en el lodo y al menos chapotear en él me permitía seguir respirando. Andaba perdida en una selva negra de la que sólo podía salir a machetazos, aunque a veces las palabras se rebelaron contra mí dejando mi espalda llena de arañazos. 

Hay quien llora para aliviar su dolor, y yo, a veces, escribo.

Escribir era mi medicina, el pegamento que unía las piezas de mi corazón, mi catarsis, mi alivio, mi placebo, mi tirita. 

Y ahora que he vuelto a escuchar el latido, el tiempo me pide que me despreocupe, que respire, tregua para mis palabras exhaustas. Una especie de vacación para mis tormentas y mis fantasmas. Sólo conjugo la palabra justa que me impida caer de nuevo, la acuno, la balanceo hasta que consigo decirlo todo con un sencillo silencio, lástima que no siempre sabemos leer los silencios. Y he vuelto a escribir cuando lo he necesitado para remontar el vuelo a pesar de no ser capaz de levantar los pies del suelo. Me arriesgué trazando curvas peligrosas en busca de amores rectilíneos en carreteras secundarias. Me he contado cuentos y a veces me los he creído.

Hoy tengo las ideas en oferta y un cuaderno de rebajas. 

Pero a veces miro hacia atrás y releo lo escrito, y en cada texto me intuyo como si un cristal esmerilado reflejase mi imagen, y siento vergüenza, pudor y hasta culpabilidad. Me convertí en un poeta mediocre, de esos que nunca rompen sus malos poemas, y mi cuaderno en una especie de diario incompleto que mostraba de mí más de lo que yo imaginaba. Vergüenza como si estuviera desnuda en un escaparate a la vista del mundo, con el alma derramada mostrando mis miserias y mis miedos. Y culpable por haber fingido, por haber jugado al escondite con las palabras. Por haber mentido. Hoy confieso que nada de lo que he escrito es cierto, y sin embargo todo es verdad. Representante de un papel, una fingidora que en medio de tanta mentira no podía ser más sincera. Esconderme detrás de las palabras ha sido la manera más eficaz de encontrarme. Me he dado en cuerpo y alma sin necesidad de traducción. Soy yo, sin trampa ni cartón.

Y es ahora cuando me doy cuenta de que todo se me ha confundido en la cabeza, nada es ficción pura pero tampoco realidad objetiva. Los sentimientos se han reído del momento y del tiempo, se han reído de mí y han salido a flote cuando les ha dado la gana. Qué difícil seguir la línea del sendero sin hacer ninguna concesión. 

Probablemente escribir sea todo esto, una mezcla de realidad y ficción, te asomas por entre los renglones, y a pesar de llevar siempre una máscara, no deja de ser tu baile de disfraces.

Ahora tengo la certeza de que todo el que escribe sobre algo acaba por encontrarse de bruces consigo mismo. 

Quizá por eso, a veces escribo.


Nota: El texto ganó el primer premio del III Certamen Literario Antonio Pérez Oteros de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos. 

martes, 20 de septiembre de 2016

MAYO Y LLUEVE


                                                                     siete años de blog




                                                                                
 Mayo y llueve. Un tiempo desmandado que se ríe de los calendarios, un regalo para los que amamos el invierno a mediados de la primavera, un día de manta, café y libro.
            Frente a mí todo se conjura para que la inspiración fluya como gota de aceite que dibuja una a una las lindes de las baldosas que piso: la lluvia desorientada sombrea el paisaje tras la ventana, y un pájaro, siempre el mismo, deja su insistente trino sobre la baranda de mi terraza.
          Un día perfecto para escribir a pesar de mi torpeza, porque tengo la sensación de estar inmersa en un instante eterno y ni siquiera escuchar la lluvia sobre la ciudad vacía  hace que no me cueste empezar.
Mirar hacia la nada, dejar abiertas de par en par las puertas a los sentidos, sacar a la superficie el envés de mi corazón, abrirme y dejarme salir, respirar hasta por la yema de los dedos. Desparramar a mis pies vísceras y alma… y prestar a un teclado negro e inhóspito algo de lo que siento.
A veces me aferro a la tristeza como tabla salvadora, me demoro en los jardines marchitos, recuerdo los restos del desastre. Hablo con las sombras, quito la razón a los fantasmas, y mientras escribo me empeño en llorar como si esa afición fuera a durar para siempre. A pesar de todo intento huir del regodeo en viejas heridas que oprimen y ahogan y  no te dejan salir a flote, de llorar las lágrimas ya lloradas, incluso de las risas ya reídas. La vida no nos perdona que nos dejemos arrastrar por el fango del pasado, que malgastemos ese tiempo que nunca volverá, que se agota y no se compra.
Que insistamos en vivir lo ya vivido.
Pero qué poco sobre lo que escribir cuando se vive una felicidad sencilla aunque quebradiza, tranquilo con uno mismo y con todo lo que te rodea, cuando sólo nos altera el pensamiento la sensación de que en cualquier momento todo puede cambiar a peor. Porque sí, de vez en cuando, la mente me traiciona con esa idea y me la emborrona con trazo gris, como un rayo que rompe el cielo de mi sosiego, trayendo ese posible minuto que todo lo puede cambiar sin esperarlo y sin poder poner remedio.
La lluvia sigue cayendo sobre los tejados tras mi ventana. Qué de veces he deseado una lluvia de esas torrenciales que me llueva por dentro arrastrándolo todo a su paso, pero al final sólo siento que ando con goteras en el corazón encharcándolo todo.
Pasa el tiempo y el cielo sigue gris, cerrado y espeso como mi inspiración. Noto que las metáforas huyen de mí como las golondrinas de esta lluvia tozuda empeñada en arrastrar el polvo de las aceras hasta el útero de las alcantarillas. Quizá sea allí donde rebuscar para encontrar la palabra precisa, la frase perfecta, lo que nos inspira pero desdeñamos porque sabemos que nos hiere, como cuando llenamos un cajón de recuerdos que somos incapaces de tirar, porque al fin y al cabo forman parte de tu vida y hacen que seas tú y no otro, pero que queremos olvidar. Todo está allí, tan olvidado como presente, odiado y amado a partes iguales, en el trastero donde se acumula todo lo que hemos sido, lo que nos ha pasado, incluso lo que hemos idealizado de nuestro pasado.
Y sí, ha sido mucho lo disfrutado, lo sentido, lo llorado, pero es ahora, con muchos años sobre mi espalda, cuando me doy cuenta de que ha habido momentos, situaciones en las que  no he sido capaz de tirarme al barro con todas las consecuencias, y claro, me arrepiento. Hoy daría marcha atrás a mi reloj vital, y os aseguro que jamás volvería a desperdiciar mi tiempo en discusiones banales con personas de ésas que te restan energía y te agotan las ganas. Abrazaría mil veces más a mi padre o pasaría cientos de ratos más  charlando con mi madre sobre lo divino y lo humano, o sobre recetas de cocina, qué más da, cualquier cosa que nos mantuviera conectadas a cada instante. Gastaría las horas muertas de mis tardes en juegos de mesa con mis hijos, o me tiraría al suelo de la risa como una niña más con ellos, haría más veces de payaso para verlos reír hasta que el tiempo y la edad me hicieran parecer más bien una payasa intentando la complicidad de dos adolescentes.
A veces me embarco en ese tren de la memoria que me trae casi sin querer un regusto dulzón en la boca del estómago. Todo parece idealizado haciendo pasar por cierto el dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero yo ya sé que esa afirmación tiene poco de cierto y que lo que hoy vivo me parecerá lo mejor de lo mejor mañana. Es por ello que últimamente ando empeñada en estrujar al máximo cualquier momento que vivo. Sé que no me perdonaría con el paso de los años no haber sido capaz de aprender a vivir de tal forma que sólo me arrepintiera de haber hecho algo y no de no haberlo intentado.
Miro por la ventana. Lluvia, viento, oscuridad…, no sé qué significa esto, si hay que hacerle caso a las señales o un buen corte de manga al universo y continuar mimando a las musas. Conviene no olvidarlas durante tanto tiempo.
El día se pliega y la noche poco a poco se va recostando a mi lado y una triste bombilla da algo de vida a los objetos de la habitación, aún no he perdido la esperanza y tal vez también ilumine estas piezas que tengo dentro y que no dejan de moverse buscando su lugar en mi cabeza, lo mismo que las hojas húmedas que un despiadado viento se empeña en arrastrar por las aceras mojadas. O quizá deba esperar a que pase el temporal, recibir al sol que de tan alto nos deslumbra, dejarme llevar por la magia de los días que vendrán. Será el momento de abrazarse a los árboles, de saltar las hogueras y quemar en las llamas lo viejo, lo que no sirve, lo que nos frena, lo que nos impide. Será tiempo de escribir deseos que se harán realidad, palabras que se transformarán en vida y nos resucitarán de las muertes cotidianas, independientemente del tiempo atmosférico.

Y escribir, escribir para que todo sea cierto.




Nota: El texto ganó el primer premio del II Certamen Literario Antonio Pérez Oteros de la Fundación Francisco García Amo de Nueva Carteya, y a ella pertenecen todos los derechos. 

lunes, 29 de agosto de 2016

29 DE AGOSTO




                           A mi padre, en su onomástica y por su cumpleaños.

 La madrugada a veces es mi amiga, me derrite un muro de mantequilla y noto las cosquillas de tus canciones en la caracola de mi oído. Abrazas mi cintura y bailamos un vals recorriendo los pasillos, un dos tres, un dos tres, y vuelta a empezar. La distancia se acorta, la luz brilla por debajo de una losa, y las frases me vuelven a querer.

A veces la madrugada no me ama, busco tu mirada sanadora y sólo la encuentro en las fotografías. Acerco a tu cara mi tacto indeciso y el frío me devuelve al silencio de tu boca. Una vez más la danza macabra de la muerte me obliga a bailar con el fantasma de la realidad.

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